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Escenarios


Con esto de la cuarentena, he tenido (como todos) mucho tiempo libre.  Así que me puse a pensar en el futuro de la colonización espacial, un tema que me ha apasionado desde mi más tierna infancia.Kraft Foods Gave Away a Real Spaceship Simulator in 1959 — Paleofuture


Esto no pretende ser un manual técnico, ni siquiera me detendré en los detalles ni en las hipotéticas tecnologías, ya que no es lo mío (además ustedes no entenderían un pomo). 
Como todos saben, en los viajes por el espacio, la velocidad es primordial.  En realidad en todos los viajes, ya que todo viaje es espacial.

¿Cuántos escenarios pueden darse en el futuro? Muchos.  No voy a detallar todos ellos, me limitaré a unos pocos, los más representativos a mi entender.

  1. No podemos alcanzar la velocidad de luz ni mucho menos.  ¿Cuánto tardaron en llegar de la Tierra a la Luna en la Apolo 11? Viajó poco más de 386.000 kilómetros desde la Tierra en una odisea que duró 76 horas. La sonda espacial New Horizons es la nave que ha alcanzado la mayor velocidad en la Tierra, durante el despegue hacia Plutón, con una marca de 58.356 km/h.  El récord absoluto de velocidad alcanzada por un objeto de fabricación humana recae en manos de la sonda espacial Helios 2. Fue lanzada en dirección al Sol para estudiar su actividad. Gracias a la atracción gravitatoria del astro consiguió alcanzar una velocidad de 252.800 km/h.  ¿Existe un motor que alcance esa velocidad y la mantenga durante el tiempo que dure el viaje? No.  Aún no, falta mucho.  Ponele que alcancemos una velocidad del 0,001% de la velocidad de luz, unos 1.079.251,2 km/h (o casi 300 km por segundo si lo prefieren), ese sería un avance significativo. Solo se tardaría en llegar a Marte entre 59 y 102 horas. Nada, unos pocos días.  ¿Salir a las estrellas? Olvidate.
  2. Se puede alcanzar la velocidad de la luz (299.793 kilómetros por segundo/17.987.520 por minuto/1.079.251.200 por hora) pero no superarla. Esta es la más fácil de calcular.  Si nos mantenemos dentro del Sistema Solar, esta velocidad está muy buena, podríamos llegar a Plutón (ponele) en solo 5 horas (más o menos y dependiendo la posición Tierra-Plutón). Solo se tardaría en llegar a Marte entre 197 y 340 segundos.  Ahora, llegar a las estrellas, es otro cantar. Todas las estrellas están a años-luz de distancia.  De esta forma, para llegar a nuestra vecina inmediata, Próxima Centauri, una hipotética nave tardaría 4 años y tres meses.  Un viaje largo. Supongamos que llegue y mande un mensaje "Vieja, llegamos bien", en la Tierra recién nos enteraríamos a los 8 años y 6 meses de la partida.  Un viaje a Wolf359 insumiría 7,8 años, a Sirius/Sirio 8,6 años, a TRAPPIST-1 (una estrella enana ultra-fría con varios planetas esperanzadores) un poco más de 39 años.  Y así. Habría que pensar en una nave con la tripulación dormida o una nave muy grande, con grandes espacios (generacional). Incluso en un asteroide modificado.  Solo para comparar, Magallanes estuvo 4 meses sin tocar tierra y fue un viaje terrible.
  3. Se puede alcanzar n veces la velocidad de la luz.  Y ahora si, la famosa velocidad warp de Star Trek. Todos esos viajes de años, se reducirían enormemente. Hay una serie de fórmulas matemáticas muy vistosas pero me pareció demasiado incluirlas (además soy un analfabeto matemático).  Así una velocidad de warp 2 equivale a 13 veces la velocidad de la luz, warp 3 equivale a 39 veces, warp 4.5 a 84 veces, warp 5 a 200 veces, warp 9 a 830 veces, y dale que te dale.  Muy lejos de nuestras capacidades actuales
  4. Hiperespacio.  El Hiperespacio sería una hipotética región conectada con nuestro universo gracias a los agujeros de gusano, y serviría como atajo en los viajes interestelares para viajar más rápido que la luz.   Se trata de no viajar por el espacio tal y como lo conocemos, sino en deslizarse fuera de este y viajar a través del espacio-tiempo y regresar a nuestro propio universo en algún punto lejos de donde iniciamos nuestro viaje.  Otros autores, como Asimov, describen el hiperespacio como una condición más que un lugar. El salto al hiperespacio sería en realidad un cambio de condición de la materia, que viajaría como una onda taquiónica. Al reaparecer en el espacio real, la onda colapsaría, restaurando la materia a su composición de mesones.  Que se yo.  Dependiendo del autor, se puede saltar casi instantáneamente de lugar a lugar, en otros hay que dar pequeños saltos,  consecutivos en puntos fijos (como si fuera hacer combinaciones en el subterráneo).  En ocasiones no son las naves las que acceden al hiperespacio directamente sino mediante agujeros de gusano o máquinas tipo "gomera" u honda que las impulsaría.  El escenario ideal y el más improbable por ahora.
Bueno, es todo por ahora, trataré de profundizar más en la cuestión.  Gracias.

LA CONDENA

Charley Dalton, astronauta procedente de la Tierra, había cometido un grave delito hacía menos de una hora tras su llegada al duodécimo planeta que orbitaba en torno a la estrella Antares. Había asesinado a un antariano. En la mayoría de los planetas, el asesinato era un delito y en otros un acto de civismo. Pero en Antares era un crimen capital.
- Se le condena a muerte - sentenció solemnemente el juez antariano -. La ejecución se llevará a cabo mediante una pistola de rayos, mañana al amanecer.
Sin posibilidad alguna de recurrir la sentencia, Charley fue confinado en el Pabellón de los Condenados.
El Pabellón se componía de 18 lujosas cámaras, todas ellas espléndidamente abastecidas de una gran variedad de viandas y bebidas de todas clases, con cómodo mobiliario y todo aquello que uno pueda imaginar, incluida compañía femenina en cada habitación.
- ¡Caramba! - dijo Charley.
El guardián antariano se inclinó y dijo:
- Es la costumbre en nuestro planeta. En su última noche, a los condenados a muerte se les concede todo lo que deseen.
- Casi ha merecido la pena el viaje - contestó Charley -. Pero, dígame, ¿cuál es la velocidad de rotación de su planeta? ¿De cuántas horas dispongo?
- ¿Horas?... Eso debe ser un concepto terrestre. Voy a telefonear al Astrónomo Real.
El guardián telefoneó y escucho atentamente durante un rato, luego dirigiéndose a Charley Dalton, informó:
- Tu planeta, la Tierra, realiza 93 revoluciones alrededor de su sol en el transcurso de un periodo de oscuridad en Antares II. Nuestra noche equivale, más o menos, a cien años terrestres.
El guardián, cuya esperanza de vida era de veinte mil años, se inclinó respetuosamente antes de retirarse.
Y Charley Dalton comenzó su larga noche de festines, de borracheras y etcétera, aunque no necesariamente en ese orden.

Fredric Brown

Fragmento - Un fantasma recorre Texas

Los melenudos tienen menos seso que el ganado de cuernos largos, y menos capacidad para sostenerse sobre los cuartos traseros. La mayoría de los melenudos perecieron en la guerra atómica, o fueron exiliados a ese corral para vacas enfermas, Circumluna, y a su teta indescriptible, el Saco. ¡A Dios rogando y marihuana fumando! Las batallas de El Álamo, San Jacinto, El Salvador, Sioux City, Schenectady y Saskatchewan...
(Frases entresacadas al azar del libro Cómo soportar y entender a los téjanos: sus fantasías, flaquezas, costumbres tradicionales e ideas fijas, tal como aparecen en sus escritos, Nitty-Gritty Press, Watts-Angeles, Peribluca Capicifa Gerna)
—Hijo, pareces un lejano de esos que han tomado hormonas pero han pasado hambre desde que nacieron. Como si tu mamá, que Lyndon la bendiga, hubiera levantado una pierna y te hubiera dejado caer en una gran bolsa negra, y después no hubieras tenido más que un mendrugo y un vasito de leche al mes.
—Cierto, noble señor. Me criaron en el Saco y soy un flaco —respondí al Gigante Corpulento, con voz semejante a un trueno lejano, que casi me hizo mojar los calzones, pues hasta entonces aquélla había sido de barítono alto.
Tuve la sensación de que estaba dando vueltas en una centrífuga cúbica, a razón de seis agobiantes lunagravs. Podía ver la rotación de la máquina, y la percibí en el oído interno hasta que mis sentidos, poco a poco, se adaptaron. Sobre la misma superficie en que me hallaba había dos gigantes y una giganta con ropas de vaquero, y también tres enanos descalzos, gibosos y morenos, vestidos con pantalón y camisa sucios. Todos ellos se mantenían hábilmente en equilibrio sobre los pies, conduciendo la centrífuga enérgicamente. Mientras tanto, bajo mi capa negra con capucha, yo permanecía encorvado como unos grandes alicates de filigrana de hueso y titanio, y trataba de poner en funcionamiento el motor de la rodilla izquierda de mi dermatoesqueleto. Éste, o corría alocadamente, o no respondía en absoluto a los impulsos mioeléctricos de los músculos
fantasmales de mi pierna izquierda.
Comprendí que el Gigante Corpulento debía de haberme visto sin la capa, puesta ésta, ahora, lo mismo podía ocultar un gordo, bajo y estirado, que a un flaco, alto y encorvado.
Tenía una vaga idea de cómo había desembarcado del «Tsiolkovsky». Cuando los melenudos te drogan para que adquieras aceleraciones de veinticuatro lunagravs, no emplean aspirina, aunque estés aprisionado entre colchones de agua, Pero sabía que fuera de la centrífuga se hallaba la base espacial y ciudad de Yellowknife, Canadá, Tierra.
Los dos extremos de la centrífuga y los dos costados contiguos (pero, ¿cuál era cuál?) estaban cubiertos con un mural de pueril simplicidad, compuesto de enormes vaqueros de color blanco tiza persiguiendo, sobre caballos como elefantes, a diminutos indios de color carmín, montados en caballitos como chihuahuas a través de un paisaje tachonado de cactus. Esta batalla de cucarachas y monstruos llevaba la inmensa firma de «Abuela Aaron». Las figuras y la escena parecían tan impropias de la helada Yellowknife como los trajes de mis acompañantes, que más bien deberían llevar pellizas esquimales y raquetas
para la nieve.
Pero ¿puede un novato, que ha pasado toda su vida en caída libre a unos miles de kilómetros de la madre Luna, opinar sobre las costumbres de la terrible Tierra? La superficie opuesta estaba repleta de cegadores rayos de sol, como un racimo de
estrellas transformándose en novas.
En una de las superficies contiguas había dos aberturas rectangulares adyacentes. Ambas tenían casi un metro de anchura, pero una tenía más de tres metros de altura y la otra menos de metro y medio. En vano me asomé a ellas por si veía pasar velozmente estrellas o segmentos de tierra; los rectángulos no eran sino compuertas que daban a otra parte de la centrífuga. No alcanzaba a comprender por qué había dos, y de forma y tamaño tan diferentes, donde una habría bastado.
Mientras trataba de engatusar al motor de mi rodilla para que funcionara como es debido y sentía en las axilas, los muslos, la entrepierna, etcétera, la cruel presión que los seis lunagravs centrífugos ejercían sobre las bandas de sujeción de mi dermatoesqueleto hundiéndomelas en la piel y los huesos, me preguntaba:
«Si es así como te endurecen en el ascenso a la Tierra, ¿qué aspecto tendrá la superficie desnuda de ese planeta?» Entre tanto hablé en voz alta, con el mismo tono profundo, sepulcral y casi inaudible que tan bien cuadraba con la apariencia de túmulo funerario cubierto de negro que me daba la protuberancia central de mi cabeza encapuchada. Y pedí:
—Tenga la bondad de guiarme al Registro de Reclamaciones Mineras de Yellowknife.
El Gigante Corpulento me miró con condescendencia. Realmente, conducía la centrífuga con serenidad; me asombró su habilidad para manejar con tanta indiferencia una masa por lo menos cinco veces mayor que la mía, dermatoesqueleto incluido. Los
tres enanos gibosos acechaban tras él con aprensión, y el temor les hacía fruncir el entrecejo bajo los grasientos cabellos negros. El Gigante Cuadrado —le bauticé con este nombre porque se distinguía por los hombros puntiagudos y las mandíbulas angulosas, como William S. Hart en los tiempos heroicos del cine— lanzó una mirada suspicaz desde mi abierto equipaje.
La giganta comenzó a alborotar. 
—¡Otra vez va hacia allá! —dijo con voz lastimera—. Intentaré servirle de azafata lo mejor que pueda. AI fin y al cabo, es usted nuestro primer visitante del espacio desde hace cientos de años. Pero se empeña en hablarme con voz atronadora como los demás extranjeros, los terribles rusos velludos y los africanos tamborileros. Y sigue vociferando misterios. En nombre de Jack, ¿dónde está Yellowknife? 
Fuera de su traje minifaldero y casi militar de vaquera tenía una larga cabellera rubia, y en su interior grandes senos, o un simulacro de ellos; pero su agitada estupidez refrenaba mi libido y también mi cordura. Recordé que mi padre me decía que las jovencitas que marchaban al frente de las bandas de música habían sido una de las plagas principales de la Tierra, junto con los atletas comunistas de cualquier sexo vestidos de mujer.
—Aquí —grité con voz estruendosa a través de la capucha—. Justamente aquí, donde el «Tsiolkovsky» me desembarcó en órbita directa desde Circumluna. A propósito: no soy ruso, sino de ascendencia anglosajona, si bien es verdad que en Circumluna hay tantos rusos como americanos.

Un fantasma recorre Texas, Fritz Leiber

Fragmento - EL VIAJE DEL BEAGLE ESPACIAL

Coeurl merodeaba sin pausa. La noche oscura, sin luna, casi sin estrellas, se resistía ante el alba rojiza y lúgubre que se arrastraba por la izquierda. Era una luz vaga que no daba ninguna sensación de calor. Poco a poco, esa luz fue mostrando un paisaje de pesadilla.
Alrededor de Coeurl cobraron forma unas piedras negras, melladas, y una llanura negra y sin vida. Por encima del horizonte grotesco miraba un sol rojo pálido. Unos dedos de luz hurgaban entre las sombras y aún no había rastros de la familia de criaturas de id que llevaba siguiendo casi cien días.
Finalmente se detuvo, enfriado por la realidad. Sus enormes patas delanteras se sacudieron con un movimiento que arqueó cada afilada garra. Los gruesos tentáculos que le salían de los hombros ondularon, tensos. Torció la voluminosa cabeza de gato a un lado ya otro, mientras los zarcillos parecidos a pelos que formaban cada oreja vibraron frenéticamente, probando cada brisa, cada latido en el éter.
No hubo respuesta. No sentía ningún cosquilleo en el complejo sistema nervioso. No había ningún indicio de la presencia de las criaturas de id, su única fuente de alimento en ese planeta desolado. Desesperado, Coeurl se agazapó, una enorme figura felina recortada contra la línea débil y rojiza del horizonte, como un deforme grabado de un tigre negro en un mundo sombrío. Lo que más lo mortificaba era que había perdido el contacto con ellas. Tenía un equipo sensorial que normalmente podía detectar id orgánico a kilómetros de distancia. Admitía que él ya no era normal. Su repentina imposibilidad de mantener aquel contacto indicaba una crisis física. Era la enfermedad mortal de la que había oído hablar. Siete veces en el último siglo había encontrado coeurls demasiado débiles para moverse, con los cuerpos normalmente inmortales consumidos y condenados por la falta de alimento. Entonces, con avidez, les había aplastado los cuerpos entregados y les había sacado todo el id que aún los mantenía con vida.
Coeurl se estremeció de entusiasmo recordando esas comidas. Entonces lanzó un gruñido audible, un sonido desafiante que vibró en el aire y sonó y resonó entre las piedras mientras le recorría los nervios de la espalda. Era una expresión instintiva de su voluntad de vivir.
Y de repente se puso tieso. Por encima del lejano horizonte vio un punto diminuto que brillaba. El punto se acercó. Creció rápidamente y fue una enorme pelota de metal que se transformó en una nave gigantesca y redonda. El inmenso globo, brillante como plata bruñida, pasó silbando por encima de Coeurl, reduciendo la velocidad de manera visible. Se alejó sobre unas negras colinas que había por la derecha, flotó casi inmóvil durante un segundo y después descendió perdiéndose de vista.
Coeurl salió disparado de su asustada inmovilidad. Con velocidad felina, bajó corriendo entre las piedras. En sus ojos redondos y negros ardía un deseo desesperado. Los zarcillos de las orejas, a pesar de la falta de energías, vibraron recibiendo un mensaje de id en tales cantidades que las punzadas de hambre hicieron que le doliera el cuerpo.
El sol distante, ahora tirando a rosa, estaba alto en el cielo púrpura y negro cuando Coeurl se arrastro saliendo de entre unas piedras y miró desde las sombras las ruinas de la ciudad que se extendía allá abajo. La nave plateada, a pesar de su tamaño, parecía pequeña ante la enorme extensión de la ciudad desmoronada y desierta. Pero alrededor de la nave había una sensación de vida contenida, una inactividad dinámica que, después de un rato, empezó a destacarse, dominando el primer plano. La nave descansaba en una cuna hecha por su propio peso en la llanura rocosa y resistente que empezaba bruscamente en las afueras de la metrópoli muerta.
Coeurl observó a los dos seres bípedos que habían salido del interior de la nave. Andaban cerca del pie de una escalera mecánica que habían hecho descender desde una abertura brillantemente iluminada a unos treinta metros por encima del suelo. La necesidad perentoria engrosó la garganta de Coeurl. El impulso de salir corriendo y aplastar a esas criaturas de aspecto endeble le oscurecía el cerebro.
Unos jirones de recuerdo detuvieron ese impulso cuando todavía no era más que electricidad corriéndole por los músculos. Era un recuerdo del pasado distante de su propia raza, de máquinas que podían destruir, de energías más potentes que todas las
fuerzas de su propio cuerpo. El recuerdo enveneno los depósitos de su fortaleza. Tuvo tiempo de ver que los seres llevaban algo puesto encima de sus cuerpos verdaderos, un material brillante y transparente que relucía y destellaba bajo los rayos del sol. La astucia permitió a Coeurl entender la presencia de aquellas criaturas. Aquello, razonó por primera vez, era una expedición científica que venía de otra estrella. Los científicos investigarían y no destruirían. Los científicos se abstendrían de matarlo si no los atacaba. Los científicos, a su manera, eran tontos. Envalentonado por el hambre, salió del escondite. Vio que las criaturas advertían su presencia. Se volvían hacia él y miraban. Las tres que estaban más cerca de él regresaron despacio hacia grupos más grandes. Un individuo, el más pequeño de su grupo, sacó una barra opaca de metal de una funda que llevaba en el costado del cuerpo y la sostuvo con tranquilidad en una mano. Ese acto alarmó a Coeurl, que sin
embargo siguió corriendo. Era demasiado tarde para volver. Elliott Grosvenor se quedó donde estaba, detrás de todo, cerca de la escalera. Se estaba acostumbrando a quedarse en segundo plano. Como único nexialista a bordo del Beagle Espacial, durante meses había sido ignorado por especialistas que no entendían bien qué era un nexialista ya los que tampoco les importaba demasiado. Grosvenor tenía planes para rectificar eso. Hasta el momento no se había presentado la oportunidad. El comunicador que llevaba en la cabeza del traje espacial se activó de repente. Por él se oyó la suave risa de un hombre
que dijo:
- Yo, personalmente, no me voy a arriesgar con algo tan grande.
Grosvenor reconoció la voz de Gregory Kent, director del departamento de química.
Hombre de poca estatura, Kent tenía gran personalidad. En la nave contaba con numerosos amigos y partidarios, y ya había anunciado su candidatura a director de la expedición para las siguientes elecciones. De todos los hombres que estaban ante el
monstruo que se iba acercando, Kent era el único que había sacado un arma. Ahora acariciaba el largo y delgado instrumento de metalita.
Se oyó otra voz. El tono era más grave y más relajado. Grosvenor reconoció que era la voz de Hal Morton, director de la expedición.
- Ésa es una de las razones por la que está en este viaje - dijo Morton -. Porque deja muy pocas cosas libradas al azar.
Grosvenor vio que Morton se adelantaba, colocándose un poco por delante de los demás. Su cuerpo fuerte se destacaba, enfundado en el traje transparente de metalita.
Desde aquella posición, el director miró cómo se acercaba la bestia felina por la llanura de piedras negras. Los comentarios de otros jefes de departamento golpetearon en las orejas de Grosvenor a través del comunicador.
- No me gustaría nada encontrarme con esa criatura en un callejón una noche oscura.
- No diga tonterías. Es obvio que se trata de un ser inteligente. Quizá un miembro de la raza dominante.
- Su desarrollo físico - dijo una voz que Grosvenor identificó como perteneciente a Siedel, el psicólogo - sugiere una adaptación de tipo animal a su medio ambiente. Por otra parte, venir hacia nosotros como lo está haciendo no es el acto de un animal sino de un ser inteligente que sabe de nuestra inteligencia. Ustedes pueden advertir lo agarrotados que son sus movimientos. Eso denota cautela y conciencia de nuestras armas. Me gustaría observar bien las terminaciones de esos tentáculos de los hombros. Si consisten en apéndices, manos o ventosas, podemos empezar a suponer que desciende de los
habitantes de esta ciudad. - Hizo una pausa -. Sería muy útil establecer comunicación con él. Pero a simple vista yo diría que ha degenerado hasta un estado primitivo.
Coeurl se detuvo cuando aún estaba a tres metros de los seres más cercanos. La necesidad de id amenazaba con abrumarlo. Su cerebro flotó hasta el feroz filo del caos, donde le costó un terrible esfuerzo detenerse. Sentía como si tuviera el cuerpo bañado por un líquido fundido. La visión era cada vez más borrosa.
La mayoría de los hombres se acercaron. Coeurl vio que lo estaban examinando con franca curiosidad. Movían los labios dentro de los cascos transparentes que llevaban puestos. Su forma de intercomunicación - suponía que era eso lo que sentía - le llegaba en una frecuencia que estaba dentro de su capacidad de recepción. Los mensajes eran ininteligibles. En un esfuerzo por parecer amistoso, transmitió su nombre desde los zarcillos de las orejas, señalándose al mismo tiempo con un tentáculo.
Una voz que Grosvenor no reconoció dijo arrastrando las palabras:
- Morton, cuando movió esos pelos oí una especie de estática en mi radio. ¿Cree usted que...?
El uso por parte de Morton del nombre de quien había hablado, lo identificó. Gourlay, jefe de comunicaciones. Grosvenor, que estaba grabando la conversación, se alegró. La llegada de la bestia quizá le permitiría obtener grabaciones de todos los hombres importantes que iban abordo de la nave. Era algo que trataba de hacer desde el principio.
- Ah - dijo Siedel, el psicólogo -, los tentáculos terminan en ventosas. Si el sistema nervioso es suficientemente complejo podría, con la necesaria capacitación, manejar cualquier máquina.
- Creo que lo más conveniente es que entremos en la nave y comamos - dijo el director Morton -. Después nos pondremos a trabajar. Quiero que se haga un estudio sobre el desarrollo científico de esta raza, sobre todo qué fue lo que la destruyó. En la Tierra, al principio, antes de que hubiese una civilización galáctica, las diversas culturas alcanzaban la cima y después se desmoronaban. Del polvo siempre brotaba una nueva. ¿Por qué no sucedió lo mismo aquí? A cada departamento se le asignará un campo especial de investigación.
- ¿Y el gatito? - dijo alguien -. Me parece que quiere venir con nosotros.
Morton se rió entre dientes.


EL VIAJE DEL BEAGLE ESPACIAL, A. E. Van Vogt

Dudoso suceso

El joven rascó la punta de su nariz, arrancando un pedazo de duda endurecida. La miró un rato con aire distraído, sopesándola en el hueco de su palma para luego arrojarla sobre la vereda y alejarse, visiblemente más liviano.

El pequeño fragmento quedó oscilando en el borde del cordón de la vereda, de donde lo recogió una paloma que lo confundió con una miga de pan duro.

Levantó vuelo, llevándolo en su pico hasta una terraza donde casi choca con un gato negro que la obligó a soltarlo. Pudo escapar, rauda y veloz.

El gato jugó un rato con el vestigio de duda, haciéndolo rodar por el asfalto hasta que se enganchó en una de sus uñas. El felino se incorporó y se lanzó escaleras abajo con ojos preocupados.

Un perro lo interceptó en una esquina y comenzó a ladrarle divertido. El gato, con un zarpazo amenazante, perdió el trozo de duda y volvió a su terraza a desperezarse al sol.

El perro olfateó el objeto, extraño a sus ojos perrunos, enredándolo en sus bigotes desprevenidos. Al instante se echó a correr enloquecido durante largas, interminables cuadras. Se escabulló en un patio trasero, bebió desesperado del agua de la piscina y volvió a las calles moviendo la cola.

La porción de duda se diluyó en el agua verdosa y calma sin demasiado espamento.

Horas más tarde, el joven salió al jardín trasero a regar el pasto. Despreocupado y un tanto incauto tropezó con la manguera, precipitándose en las profundidades de la piscina.

Por algún extraño artificio del destino, no pudo mantenerse a flote y halló la muerte en el verdoso fondo, ahogado sin remedio en su propia duda. Mientras, un lento y silencioso grupo de certezas se amontonaba en el borde de la pileta a observarlo con morbosa curiosidad.

DUDOSO SUCESO, Natalia Andrea Cáceres

Fragmento - El convoy

Si no has vivido una batalla en medio del espacio,puedes imaginarla como las luces de una fiesta parpadeando en la oscuridad. Artillería que avanza en apretadas falanges, haces de partículas cruzando la oscuridad y naves que reflejan a cada impacto el arco iris en un gigantesco espectáculo de burbujas de colores.
Si navegas con escudo activado, mas allá de su horizonte, la realidad sólo será una ilusión, ondas de probabilidad y datos estimados. Si estás al mando de una flotilla, enfrentado a un despliegue enemigo completo y con tus piezas durmiendo en sus cunas, la fiesta la disfrutaran otros, tú rogarás para que el escudo aguante y en esas, los ruegos no sirven de
nada.
—Estabilidad del escudo al quince por ciento.
Tiempo para el colapso: dos minutos, treinta segundos.
—Inmersión en dos minutos, veinticinco segundos.
El panel táctico decía con puntitos verdes que nuestras naves aguantaban. A saber.
—Colapso en veinticinco segundos, veinticuatro,veintitrés..,
—Inmersión en diecinueve, dieciocho, diecisiete.
Ambos sistemas solaparon sus cuentas. Las alarmas saltaron y los trajes entraron en modo autónomo
enmascarando el miedo de mis hombres tras la coraza de noofibra endurecida.
—Diez, nueve.
—Acumuladores SD cargados.
—Tres, dos.
—¡Activando burbuja!
—Uno.
—¡Inmersión!
Las ráfagas enemigas atravesaron el vacío donde una milésima de segundo antes estaba nuestro
acorazado. La sirena cesó, la luz recobró su intensidad habitual y los uniformes volvieron al
modo de faena dejando paso a una bonita colección de rostros demudados. Tres cuartas partes de los
indicadores biomédicos danzaban sin control.
—Informe de daños —pregunté con calma.
—Todos los sistemas en funcionamiento óptimo.
—¿Estimación de bajas?
—Entre uno y dos destructores y ningún carguero.
El escudo había aguantado hasta el final. Seguíamos enteros porque la distancia en superficie había sido inusualmente corta.
Pura suerte. No quedaba mucho más que hacer allí.
—Sanmartín, tome el mando —ordené a mi segundo.
—A la orden, almirante —Contestó hosco. Le devolví una mirada fría y abandoné el puente.
Un grupo enemigo desplegado a una inmersión de Beta. Lo que mas temía, lo que el Cabrón de Héctor sabía y se negaba a aceptar.

El convoy, Jacinto Muñoz Vivas

Fragmento - Razas Del Futuro

La nave de Tierra pasó tan velozmente por delante del Sol sin planetas Gisser, que los timbres de alarma de la estación meteorológica del aerolito no tuvieron tiempo de reaccionar. La gran nave era ya visible como una raya de luz en la pantalla de observación cuando Watcher se dio cuenta de ello. Los timbres de alarma debieron ser accionados también en la nave porque el brillante punto movedizo moderó visiblemente su velocidad y, frenando, describió un ancho círculo. Ahora iba alejándose lentamente, tratando sin duda de localizar el pequeño objeto que había afectado sus pantallas de energía.
Al entrar dentro del campo visual apareció vasto en el resplandor del lejano sol blanco-amarillento, mayor de todo lo hasta entonces visto por los Cincuenta Soles. Parecía una nave infernal que saliese del remoto espacio, un monstruo de un mundo semimítico, reconocible —si bien un nuevo modelo— por las descripciones de los libros de historia como una nave de guerra de la Imperial Tierra. Las advertencias de la historia de lo que podía ocurrir algún día habían sido horrendas... y allí estaba.
Watcher sabía su deber. Aquello era una advertencia, la desde tanto tiempo temida advertencia, que mandar a los Cincuenta Soles por radio subespacial no dirigida; y tenía que asegurarse de que no quedase en la estación indicación alguna. Mientras los motores atómicos sobrecargados se disolvían, la maciza construcción que había sido una estación meteorológica se descomponía en sus elementos constructivos.
Watcher no hizo el menor intento por salvarse. Su cerebro, a sabiendas, no debía ser influenciado. Sintió un breve y cegador espasmo doloroso en el momento en que la energía lo redujo a átomos.
Lady Gloria Laurr, Gran Capitán de la nave espacial Constelación, no se tomó la molestia de acompañar la expedición que aterrizó en el aerolito. Pero la siguió con concentrado interés a través de la astroplaca. Desde el primer momento en que los rayos detectores mostraron una figura humana en la estación meteorológica —una estación meteorológica allá fuera— comprendió la extraordinaria importancia del descubrimiento. Su mente saltó en el acto a las diversas posibilidades.
Estaciones meteorológicas significan viajes interestelares. Seres humanos significan origen Tierra. Imaginó cómo podía haber ocurrido; una expedición realizada desde largo tiempo; debía ser desde hacía largo tiempo, porque hoy tenían naves interestelares y esto significaba considerables poblaciones de muchos planetas. «Su majestad —pensó— estaría complacida».
También ella lo estaba. En un arranque de generosidad llamó a la sala de energía.
—Tu rápida operación de incluir todo el aerolito en una esfera de energía protectora será recompensada, Capitán Glone —dijo con calor.
El hombre cuya imagen aparecía en la astroplaca se inclinó.
—Gracias, noble dama. Creo que hemos salvado los componentes atómicos y electrónicos de toda la estación. Desgraciadamente, debido a la interferencia con la energía atómica de la estación, tengo entendido que el Departamento Fotográfico no consiguió obtener claras imágenes.
—El hombre será suficiente —dijo la mujer sonriendo—, y esto es una matriz para lo cual no necesitamos imágenes. —Cortó la comunicación, siempre sonriendo, y volvió su mirada a la escena del aerolito.
Mientras contemplaba la energía y la materia absorberse en su radiante glotonería, pensó: «Ha habido varias tormentas en el mapa de esta estación meteorológica». Las había visto en el rayo escrutador; y una de las tormentas había sido considerable. Su gran nave no podía arriesgarse a avanzar muy rápidamente mientras la localización de la tormenta fuese dudosa.

Razas Del Futuro, Alfred Van Vogt

Fragmento - Escudo invulnerable

Por un instante, mientras recorría con la vista aquella fabulosa ciudad, algo parecido a un sentimiento de terror, le dejó sobrecogido. ¿Qué haría entonces?
Enrojecido por la neblina, el sol se ocultaba ya tras un Centro cuya gigantesca mole oscura contrastaba contra el cielo, donde los diversos ingenios aéreos de la época se entrecruzaban como moscas de agua. La totalidad del horizonte se hallaba poblado de enormes torres y colosales construcciones. Koskinen comprobó que la proximidad del gran Centro, era sólo una ilusión de sus sentidos. Los grandes edificios se hallaban aparte y a distancia, separados y rodeados por un enjambre de almacenes, factorías y casas de habitación de corte modesto. Los túneles de transporte urbano se entretejían por doquier rugiendo con el inmenso tráfico de las calles, brillando los vehículos con los últimos rayos del sol poniente. A nivel más bajo, aún se advertía una enmarañada red de calles, cintas transportadoras y monorrieles. En las primeras sombras del atardecer y bajo los muros, las luces acababan de encenderse, uniéndose al parpadear de las del tráfico rodado, las de las ventanas, las lámparas de alumbrado de las aceras y trenes. El silencio en aquella habitación a cien
pisos de altura sobre el suelo, convertía el espectáculo en algo irreal, como un reflejo de un planeta extraño.
Bruscamente, Koskinen cerró el noticiario que se le proyectaba en una de las pareces de la habitación. No le gustaban en absoluto los discos que se le ofrecían, ni incluso las danzas de Hawai, ni los bailes de última moda de los cabarets de París que tanto le habían fascinado aquella mañana.
«Mejor es dejarse de sombras —pensó—. Deseo algo que pueda tocar, paladear y oler con mis propios sentidos. ¿Como qué, por ejemplo?»
Allí tenía las propias facilidades que le brindaba el hotel, en el jardín las piscinas, el gimnasio, los bares, restaurantes y casi todo lo que pudiera elegir para comprar o alquilar. Podía permitirse el lujo de tomarlo todo de primera categoría, con la paga de cinco años en el bolsillo.
Además, allí estaba la propia superciudad en sí misma, con sus infinitos atractivos. Podía muy bien tomar una estratonave que le condujese rápidamente a cualquier ciudad occidental del país, o alquilar un aparato rápido y trasladarse a cualquier parque nacional y pasar la noche junto a un lago o un hermoso bosque. O...
¿Qué? —se preguntó a sí mismo—. Puedo pagarlo todo, excepto la compañía de un amigo. Y... ¡Dios Santo! He perdido ya así veinticuatro horas. Ahora comprendo lo triste y solitario que es tener que pagarlo todo...
Se aproximó al teléfono. «Llámame —le había, dicho Dave Abrams— al edificio de Centralia, en Long Island. Aquí tienes el número de mi teléfono. Nuestra casa siempre cuenta con un sitio para alguien más y Manhattan sólo está a unos cuantos minutos más allá, con agradables lugares para pasarlo bien. Por lo menos, así era hace cinco años. Estoy seguro que puedo asegurarte, al menos, los estupendos pasteles de queso que hace mi madre».
Koskinen dejó caer la mano. Todavía no. La familia Abrams tenía derecho a su vida privada y necesitaba tiempo para conocer a su hijo. Media década en un planeta extraño podría haberle cambiado mucho. El representante del Gobierno que había acudido a esperarles en el Aeropuerto Goddard, había notado lo excesivamente tranquilo que parecía, como si toda la quietud de Marte se hubiera infiltrado en su espíritu. Por otra parte, su propio orgullo le impedía hacerlo. No tenía derecho a interrumpir la vida amable de sus semejantes, como si se encontrase en la Tierra igual que un niño perdido en el bosque.
En condiciones similares se hallaba frente a sus demás compañeros de tripulación. Sólo que ellos tenían una ventaja sobre él. Todos eran mayores en edad y tenían sus hogares y parientes. Había incluso dos que se habían casado. Pero Koskinen no tenía a nadie. La catástrofe de la guerra había hecho desaparecer su casa, allá al norte de Minnesota, donde había vivido de niño. El Instituto se hizo cargo del pequeño huérfano de ocho años y le había llevado interno a un orfanato donde se había criado y educado con varios centenares más, igualmente seleccionados con un alto coeficiente de inteligencia, previos los tests oportunos. Fue algo duro. No es que la escuela en sí fuese mala, puesto que hicieron lo imposible por suplirle la falta de su familia, ya que el país necesitaba desesperadamente un gran número de mentes bien entrenadas y a una prisa loca. Koskinen obtuvo su grado de licenciado en Ciencias Físicas a la edad de dieciocho años, y un título menor de Ciencias Simbólicas. En el mismo año, las autoridades astronáuticas aceptaron su solicitud para la novena expedición a Marte, la única que permanecería el tiempo suficiente para aprender decididamente algo
sobre los marcianos, y para tal destino salió embarcado en seguida.

Escudo invulnerable, Poul Anderson

Fragmento - HUÉRFANOS DEL ESPACIO

¡Cuidado! ¡Hay un amotinado!
Ante aquel grito de aviso Hugh Hoyland se zambulló sin tener un segundo que perder. Un proyectil de hierro del tamaño de un huevo se estrelló contra el mamparo, justo por encima de su cabeza, con una fuerza tal que prometía haberle fracturado el cráneo. La velocidad con que se había acurrucado levantó sus pies de las planchas del suelo de la cubierta y, antes de que su cuerpo pudiera asentarse lentamente sobre el suelo plantó los pies contra el mamparo y empujó con todas sus fuerzas.
Y salió disparado hacia abajo por el largo pasaje de una larga trayectoria, llevando el cuchillo dispuesto a entrar en acción para defender su vida.
Se retorció en el aire, comprobó la dirección con los pies contra el mamparo opuesto en la vuelta del pasaje desde el cual le había atacado el amotinado y flotó ligeramente ingrávido. La otra salida del pasaje estaba vacía. Sus dos compañeros se le unieron, deslizándose torpemente por las planchas de la cubierta.
¿Se ha ido? –Preguntó Alan Mahoney.
–convino Hoyland–. Le he visto sólo un instante al zambullirse por la escotilla. Creo que es una hembra. Parecía como si tuviera cuatro piernas.
Dos piernas o cuatro, nunca le echaremos el guante – comentó el tercer hombre.
¿Quién diablos quiere echarle el guante? –Protestó Mahoney–. Yo no.
Bien, yo lo haré, si puedo –dijo Hoyland–. Por Jordan, si su puntería hubiera sido dos pulgadas mejor, en este momento estaría dispuesto para ir al Convertidor.
¿Es que no podéis dejar los dos de jurar en cuanto pronunciáis cuatro palabras? –protestó desaprobatoriamente el tercer hombre–. ¿Qué pasaría si el capitán os oyera? –y se tocó la frente con reverencia al mencionar al capitán.
¡Oh!, por la memoria de Jordan – estalló Hoyland–. No seas estúpido, Mort Tyler. Tú no eres todavía un científico. Calculo que yo soy tan devoto como tú y que no existe ningún grave pecado en dar, a veces, rienda suelta a los propios pensamientos. Incluso los científicos lo hacen. Les he oído...
Tyler abrió la boca como si fuese a provocar una disputa; pero pareció pensarlo mejor.
Mahoney tocó a Hoyland en un brazo.
Mira, Hugh –le rogó–, vámonos de aquí. Nunca tuvimos que haber subido tan alto. Me encuentro sin peso; quiero volver adonde pueda sentir algo bajo mis pies.
Hoyland miró largamente hacia la escotilla a través de la cual el asaltante había desaparecido, mientras que su mano continuaba aferrada al puño del cuchillo, y después se volvió hacia Mahoney.
De acuerdo, muchachos –convino–. Hay un largo viaje hacia abajo, de todas formas.
Se volvió entrando por la escotilla, por donde habían alcanzado el nivel en que se encontraban entonces, con los otros dos amigos siguiéndole. Sin hacer caso de la escalera metálica por la que anteriormente hubieron subido, se dejaron caer por la abertura y cayeron flotando suavemente hacia la cubierta inferior a quince pies más abajo con Tyler y Mahoney siguiéndole de cerca.

HUÉRFANOS DEL ESPACIO, Robert A. Heinlein

Fragmento - Dark

Mientras leía y releía los datos, un paquete de información golpeó en la puerta de su pantalla. Venía de uno de los satélites con los que habitualmente trabajaba. El MSK-332. Aceptó el paquete de datos, y vio como estos se abrían como una flor en el centro de su pantalla. Olvidó lo que estaba haciendo, y se centró en ellos. Y a medida que los datos se iban ordenando en su mente, dibujando formas y estableciéndose... a medida que eso ocurría, Mark comenzó a inquietarse.
—Esto tiene que estar mal —dijo. su voz sonó extraña en el despachó, demasiado fuerte, elevándose sobre el runrún del ordenador.
El café se consumió en su boca, y su sabor amargo permaneció unos instantes. Había algo en ese conjunto de datos que no le
gustaba ni un pelo. Pidió permiso a Central, y reorientó el satélite ligeramente. Un proceso de rutina. Le indicó a la IA del aparato que activase todos sus sistemas de medida, que previamente no habían sido utilizados, y esperó a que el satélite le
enviase nuevos paquetes de datos, más específicos y precisos que el paquete inicial. Durante los siguientes ciento noventa y un minutos, Mark se olvidó de aquella información extraña, y probablemente errónea, y siguió con sus tablas. Necesitaba que
aceptasen su nuevo artículo. De lo contrario, perdería la subvención estatal y su carrera profesional sufriría un varapalo del que quizá no fuese capaz de recuperarse. Y a saber qué opinaría de eso Dana.
Quizá fuese la gota que colmase el vaso. Quizá fuese el final.
Ya de madrugada, un nuevo paquete de datos, mucho mayor que el anterior, llegó a su ordenador.
Lo abrió con un bostezo, y les echó un vistazo. Esta vez había mucha más información. Abrió una docena de programas de cálculo, y los puso a trabajar.
Necesitaba eliminar el ruido de aquella marabunta de información, quedarse con lo esencial, y poder extraer unas conclusiones. Además de darle un respiro a su cerebro abotargado.
—Pero, ¿qué cojones...? —exclamó, acercándose a la pantalla del ordenador como si eso fuese a hacer cambiar los resultados.
Un escalofrío recorrió su espalda, y sintió que comenzaba a sudar en frío.
—No puede ser —dijo, negando con la cabeza.
Comenzó a calcular el momento angular, la intensidad de emisión de rayos X, posición y velocidad, rotación.
Pero los ordenadores no se equivocaban. Nunca lo hacían. Y menos un ordenador como el suyo. Los programas tenían una fiabilidad total, y si debían sumar dos y dos, el resultado era cuatro invariablemente. Y daba igual que fuesen sumas
sencillas o complejas ecuaciones. No fallaba. Pero los resultados... eran...

Dark, Ernesto Diéguez Casal

Fragmento - LAS BRIGADAS FANTASMA

--Eh, ¿puedo hacerte una pregunta? --le dijo Cloud a Jared, después de que empezaran a descender hacia Fénix.
Jared consideró la pregunta y la ambigüedad de su estructura, que permitía múltiples interpretaciones. En un sentido, Cloud había contestado a su pregunta al preguntarla: era claramente capaz de hacerle a Jared una pregunta. El CerebroAmigo de Jared sugirió, y Jared estuvo de acuerdo, en que ésta no era probablemente la interpretación correcta a la pregunta. Presumiblemente Cloud sabía que era capaz de hacer preguntas, y si antes no lo sabía, lo sabría ahora. Mientras el CerebroAmigo de Jared desplegaba y clasificaba interpretaciones adicionales, Jared esperó poder llegar algún día a la interpretación correcta de las frases sin tener que hacer despliegues interminables. Llevaba vivo poco más de una hora y ya era agotador.
Jared consideró sus opciones y, tras un período de tiempo que a él se le antojó largo pero pareció imperceptible para el piloto, aventuró la respuesta que parecía más adecuada al contexto.

--Sí --dijo.
--Eres de las Fuerzas Especiales, ¿verdad? --preguntó Cloud.
--Sí.
--¿Qué edad tienes?
--¿Ahora mismo? --preguntó Jared.
--Claro --respondió Cloud.
El CerebroAmigo de Jared le informó que tenía un cronómetro interno; accedió a él.
--Setenta y uno --dijo.
Cloud lo miró.
--¿Setenta y un años? Entonces eres un poco viejo para las Fuerzas Especiales, por lo que me han dicho.
--No. Setenta y un años, no --dijo Jared--. Setenta y un minutos.
--No jodas --dijo Cloud.
Esto requirió otro rápido momento de opciones interpretativas.
--No jodo --respondió Jared por fin.
--Coño, eso sí que es raro --dijo Cloud.
--¿Por qué?
Cloud abrió la boca, la cerró, y miró a Jared.
--Bueno, no tienes por qué saberlo --dijo--. Pero a la mayoría de la humanidad le parecería un poco raro tener una conversación con alguien que tiene poco más de una hora de edad. Demonios, ni siquiera estabas vivo cuando empecé aquella partida de póquer hace un rato. A tu edad la mayoría de los humanos apenas saben respirar y cagar.
Jared consultó su CerebroAmigo.
--Estoy haciendo una de esas cosas ahora --dijo.
Esto provocó un ruido divertido por parte de Cloud.
--Es la primera vez que oigo a uno de vosotros hacer un chiste.
Jared lo consideró.
--No es un chiste --dijo--. Es verdad que estoy haciendo una de esas cosas ahora mismo.
--Sinceramente, espero que sea respirar.
--Lo es.
--Entonces está bien --dijo Cloud, y volvió a reírse--. Durante un momento, creí haber descubierto a un soldado de las Fuerzas Especiales con sentido del humor.
--Lo siento --dijo Jared.
--No lo sientas, por el amor de Dios --dijo Cloud--. Apenas tienes una hora de edad. Hay gente que vive hasta los cien años sin desarrollar el sentido del humor. Una ex esposa mía se pasó la mayor parte de nuestro matrimonio sin sonreír siquiera. Al menos tú tienes la excusa de que acabas de nacer. Ella no tenía excusa alguna.
Jared reflexionó sobre eso.
--Tal vez no eras gracioso.
--¿Ves? --dijo Cloud--. Ahora estás haciendo chistes. Así que de verdad tienes setenta y un minutos de edad.
--Ahora setenta y tres.
--¿Cómo te va?
--¿Cómo me va qué?
--Esto --dijo Cloud, e hizo un gesto a su alrededor--. La vida. El universo. Todo.
--Es solitario --dijo Jared.
--Ja. No has tardado mucho en darte cuenta.
--¿Por qué crees que los soldados de las Fuerzas Especiales no tienen sentido del humor? --preguntó Jared.
--Bueno, no quiero sugerir que sea imposible. Pero es que nunca lo he visto. Fíjate en tu amiga allá, en la Estación Fénix. La bella miss Curie. Llevo un año intentando hacerla reír. La veo siempre que tengo que transportar a un puñado de vosotros al Campamento Carson. Hasta ahora, no ha habido suerte. Y tal vez sea sólo ella, pero de vez en cuando trato de hacer reír a los soldados de las Fuerzas Especiales que transporto a la superficie o traigo de vuelta. Hasta ahora, nada.
--Quizá sea verdad que no eres gracioso --volvió a sugerir Jared.
--Otra vez sigues con los chistes --dijo Cloud--. No, pensé que podría ser eso. Pero no tengo ningún problema para hacer reír a los soldados corrientes, o al menos a algunos de ellos. Los soldados corrientes no tienen mucho contacto con vosotros los de las Fuerzas Especiales, pero los que sí lo tenemos estamos todos de acuerdo en que no tenéis sentido del humor. Lo único que se nos ocurre se debe a que nacéis ya crecidos, y desarrollar el sentido del humor requiere tiempo y práctica.
--Cuéntame un chiste --dijo Jared.

LAS BRIGADAS FANTASMA, John Scalzi

Fragmento - Todos sobre Zanzíbar

¿Qué sé ya de mis hermanos los seres humanos?

Presintió una recaída en su pánico del mediodía, sintiendo una necesidad desesperada de hablar con alguien para comprobar que realmente había más gente en el mundo, no sólo marionetas movidas por hilos intangibles. Se acercó al teléfono. Pero eso no serviría... sólo conversar con una imagen en una pantalla.

Quería ver y oír a desconocidos, asegurarse de que eran independientes de él mismo.

Respirando profundamente, se dirigió a la puerta del apartamento. Al cruzarla, se detuvo y se preguntó si se olvidaba algo; volvió al dormitorio y abrió un cajón en la parte baja del armario empotrado. Debajo de un montón de camisas de papel de usar y tirar encontró lo que buscaba: un chorrevólver, la pistola de gas con cargas de cartucho comercializada por TG bajo licencia de las Industrias Japonesas de Tokio, y una karanudillera.

Se preguntó si debía ponérsela, dándole vueltas entre las manos y examinándola con curiosidad mientras se decidía, porque realmente nunca la había mirado desde que la compró. De hecho era un guante sin palma fabricado con plástico sensible a los impactos, de aproximadamente tres milímetros de grosor. Al apretarlo, pincharlo, ponérselo o quitárselo, se mantenía flexible y casi tan suave como el cuero de calidad; golpeado contra una superficie resistente, cambiaba su comportamiento como por arte de magia y, mientras la parte interior seguía igual de suave con el fin de actuar como protección contra una posible raspadura, la capa exterior se volvía tan rígida como el acero.

Se la puso y se dio la vuelta, golpeando la pared con el puño. Se oyó un golpe sordo y se le quejaron los músculos del hombro y del brazo, pero la karanudillera reaccionó como se esperaba de ella. Pasaron varios segundos antes de que pudiera volver a estirar los dedos contra la resistencia del plástico que se iba aflojando.

En la caja en que la había comprado y guardado había un panfleto que mostraba con diagramas los diversos modos habituales de utilizarlas: toscamente, como acababa él de hacer, con el puño, o más delicadamente, utilizando el canto de la mano y las puntas de los dedos unidas. Leyó todo el texto atenta y ansiosamente hasta que de pronto se dio cuenta de que se estaba comportando precisamente del modo que quería evitar: como si estuviera preparándose para una misión en territorio enemigo. Se quitó la karanudillera y se la metió en el bolsillo junto con el chorrevólver.

Si sonara el teléfono y me encontrara con el Coronel en la pantalla, activándome y diciéndome que me presentara inmediatamente a cumplir con mi deber... me sentiría asi
y no puede ser cierto. Porque, si sólo el pensar en salir de noche me asusta de este modo, el ser activado me destrozaría en pedacitos.

Cerró la puerta con un cuidado consciente y se dirigió a los ascensores.

Todos sobre Zanzíbar, John Brunner

Fragmento - LA VENGANZA DE CHANUR

-Conseguimos limpiar Gaohn, apartamos a nuestros enemigos hani de Kohan, hicimos que Tahar y su clan quedaran casi destrozados,arrojamos al exilio a la Luna Creciente... Hemos atraído a los mahendo'sat a nuestro mundo natal, y también a los humanos y los knnn, lo cual les ha sentado francamente mal a todos los partidarios del aislacionismo que hay ahí, ¿no? Naur, su pandilla... El clan Llun recibió un buen castigo por la ayuda que nos prestó en Gaohn, y lo mismo ocurrió con otras amigas nuestras. Aunque Tahar fuera nuestra enemiga... hemos destrozado su clan y el poder que tenían sobre sus aliados; y eso ha dejado un vacío. Esta situación ha permitido que algunos otros clanes ascendieran dentro del han.
-Naur, Jimun y Schunan -murmuró Haral-. Los maravillosos patrones de Ehrran.
-Eso es justamente lo que ha ocurrido. Estábamos mucho mejor teniendo a Tahar como enemiga. Su clan estaba formado por una pandilla de bastardas, pero al menos eran bastardas que navegaban por el espacio. Lo que ahora tenemos es a las viejas sorbehuevos que nunca han salido del planeta, como Naur; y a esas viejas gordas les encantaría vernos de nuevo a todas con faldellines y sofhyn.
-Eso se refiere a mí -dijo Khym.
-Aguántate, Khym.
-Mira, si me hubiera quedado en Anuurn...
-Sí no hubiera sido por eso hubieran encontrado cualquier otra excusa. Hicimos que especies de otros mundos entraran en el sistema de Anuurn...
-...y sacamos de ahí a un macho.

LA VENGANZA DE CHANUR, C. J. CHERRYH

Fuego

Sabe que tiene que irse.

-Apure, profesor -llaman desde afuera.
-Ya voy. -Ajusta la lente del telescopio y sigue mirando. Contra el negro de la nada los rayos se descomponen en mil colores.

La luz. Siempre la misma y sin embargo distinta. El hombre la contempla con ojos de enamorado.
Y el calor.
Hasta ayer, con una toalla grande y gesto indiferente, secaba el sudor que corría por su cara, por su cuerpo. Hoy ya ha renunciado al intento de mantenerse seco. Al esfuerzo de tomar notas también.

-No queda mucho tiempo -insiste la misma voz, ya lejana.

Mira en derredor. Instrumentos de laboratorio y algunos efectos personales. Amados objetos que debe abandonar. El saxo de su padre. "Esta es una familia de músicos, el científico es nuestra oveja negra", bromeaba, orgulloso, el viejo. También está la pintura. Lara, preciosa como era. Viva.

Su equipaje ya ha sido cargado.

-Sólo lo imprescindible, profesor, menos, si puede. Usted comprende -él entiende perfectamente.

Las diez de la noche. Sale al horno que es la calle. Cierra con llave. ¿Para qué? Nadie se queda. En pocos días quedará nada.
Aún peor que la temperatura es el silencio. La ciudad ya ha sido evacuada. La ciudad y el mundo.
Quita el cerrojo que acaba de poner, abre la puerta, se sienta en el suelo bajo el marco.
Aguarda un rato.
De pronto, ciento veinte segundos de ruido ensordecedor. Luego, la más absoluta calma. La nave ha despegado en el horario previsto.
Pasan un par de perros, ahora sin dueño, desorientados.
Mira el cielo. En una hora, a los sumo dos, no será necesario el telescopio. Se podrá observar un bello espectáculo a simple vista.

El Sol continúa agigantándose.

No cree estar solo. En algún lugar del planeta habrá otro ser humano que, como él, haya decidido quedarse a esperar el amanecer en casa.

Fragmento - LA AVENTURA DE CHANUR

-Calma -sintió que Tully estaba temblando y le dio una palmadita en la pierna mientras se volvía hacia el-. Estás a salvo, Tully, todo va bien -el traductor había dejado de funcionar hacía unos minutos, al salir de su radio de alcance, pero Tully era capaz de entender algunas palabras por sí solo-. Estás a salvo, ¿me has
entendido?
Tully asintió, mirándola como si en realidad fuera incapaz de verla. Sus dedos sujetaban firmemente la bolsa de plástico y tanto Hilfy como Chur habían pegado sus cuerpos al de Tully, lo máximo posible, para mantenerle caliente. El relámpago blanquecino emitido por la luz del vehículo iluminaba la palidez de su piel y su
cabello descolorido, convirtiendo sus movimientos nerviosos en algo irreal.
-Yo... -empezó a decir y entonces el vehículo giró bruscamente, oscilando, y les lanzó a todos hacia la izquierda y hacia adelante. Fue tan brusco que la parte trasera del vehículo que las escoltaba llenó todo el campo visual de Hilfy, en tanto que el conductor mahendo'sat luchaba con el volante y los guardias alzaban los brazos para protegerse del impacto. El vehículo giró, patinando, perdido el control y un segundo después se estrelló, como dotado de una perversa voluntad propia, contra el primer vehículo. Luego salió despedido con un chirrido metálico y siguió patinando mientras una rueda era arrancada del eje y daba vueltas sobre las planchas del suelo. Todo se volvió confuso y de pronto se oyó un aullido en el asiento de los mahendo'sat y fue como si un puño les golpeara. El respaldo del asiento voló hacia el rostro de Hilfy y ella extendió la mano hacia Tully justo cuando su cabeza golpeaba el acolchado asiento, el eco de la explosión agitaba todavía el aire y el vehículo oscilaba y, recibía un nuevo impacto.
-¡Están disparando! -gritó Chur y ese grito hizo que la realidad penetrara de nuevo en el cerebro de Hilfy y sus dedos engarfiados se arrastraron hacia el arma que tenía en el bolsillo. Sentía el brazo entumecido, hasta la altura del codo, a causa de un golpe que había recibido durante las oscilaciones y sacudidas del vehículo. Ahora se habían detenido. La ventanilla delantera estaba hecha pedazos, el conductor se había derrumbado sobre el panel de control pero los dos guardias seguían vivos. -¡Quédate dentro! -estaba gritando Chur desde el otro lado, mientras un guardia luchaba para abrir la portezuela. Algo golpeó el vehículo y una flor de fuego desplegó sus pétalos al otro lado de la ventanilla. Hilfy logró sacar por fin el arma cuando una humareda
plateada penetraba por la portezuela con un acre aroma de ozono. La puerta, en posición manual, se abrió lentamente y luego volvió a cerrarse tras haber dejado entrar una buena dosis de humo. El mahe cayó a! suelo entre una salva de disparos y la humareda le hizo invisible. Su compañero disparó desde el interior del vehículo y algo les golpeó de nuevo, hubo otra flor de fuego y un estruendo ensordecedor.
-¡Hilfy! -Tully tiraba de ella mientras desde e! otro lado, le llegaba un soplo de aire fresco. Chur había logrado abrir la portezuela por el lado que no estaba expuesto al fuego y había salido del vehículo. Hilfy miró fugazmente hacia el otro lado y empezó a disparar una y otra vez hacia el confuso remolino de negras capas kif que distinguía entre el humo, pensando a cada disparo que después de acabar con ellos saldría de! vehículo.
De pronto, unas manos la agarraron por la cintura de los pantalones y tiraron de ella. Lo hacían con tal fuerza que la arrastraron por encima del asiento, mientras seguía disparando. Un brazo le rodeó la cintura y la hizo salir por la portezuela. Logró disparar un par de veces más. Tully intentó llevarla en brazos, pero Hilfy se liberó con un manotazo, se puso en pie y echó a correr, con Tully al lado y Chur...
Otra explosión junto a ella y se encontró volando por los aires. Las placas metálicas del suelo parecieron materializarse repentinamente bajo sus manos y su rostro. Algo muy pesado cayó sobre ella y se quedó inmóvil.


LA AVENTURA DE CHANUR, C. J. CHERRYH

Fragmento - CÁNTICO POR LEIBOWITZ

«Y así fue en aquellos días», dijo el hermano lector:
Que los príncipes de la Tierra habían endurecido sus corazones contra la Ley del Señor y su orgullo no tenía fin. Y cada uno pensó para sí que era mejor que todo fuese destruido que permitir que la voluntad de otro príncipe prevaleciese sobre la suya. Porque los poderosos de la Tierra contendían entre ellos sobre todo por el poder supremo. Por medio del robo, la traición y el engaño buscaban gobernar y temían mucho la guerra y temblaban; porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado. Aquellos hombres y príncipes podían temer a Dios y humillarse ante el Altísimo. Pero no eran humildes. Y Satanás habló con cierto príncipe diciendo: «No temas emplear la espada, porque los hombres sabios te han engañado al decir que el mundo sería destruido por ella. No escuches el consejo de los débiles, porque te temen excesivamente y sirven a tus enemigos al frenar tu mano en contra de ellos. Ataca y gobernarás sobre todas las cosas».
Y el príncipe prestó atención a la palabra de Satanás, hizo llamar a todos los hombres sabios de aquel reino, y les pidió que le indicasen los medios con que el enemigo podía ser destruido sin atraer la ira sobre su propio reino. Pero la mayoría de los hombres sabios dijeron: «Señor, no es posible, porque vuestros enemigos también tienen la espada con que os hemos armado y su fiereza es como la llama del infierno y como la furia de la estrella solar en la que fue encendida».
«Entonces me fabricaréis un arma que sea siete veces más ardiente que el propio infierno», ordenó el príncipe, cuya arrogancia era ya superior a la de los faraones.
Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos».
Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos».
Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK—A—DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas.
Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo: «¿Qué ofrenda de fuego es esta que has preparado ante mi? ¿Qué es este sabor que se alza del lugar del holocausto? ¿Me has ofrecido un holocausto de corderos o cabras, o le has ofrecido un becerro a Dios?». Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «Me has ofrecido a mis hijos en holocausto». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida.

CÁNTICO POR LEIBOWITZ, Walter M. Miller

Fragmento - El Orgullo de Chanur

Mientras, la distinguida y noble capitana Pyanfar Chanur se disponía a bajar por la rampa de su nave hacia los muelles y el intruso ocupaba el último lugar por orden de importancia en sus pensamientos. La capitana era hani y poseía una espléndida melena rojo dorada que se prolongaba en una barba de sedosos rizos hasta la mitad de su pecho, cubierto de un suave pelaje. Su atuendo era el conveniente a una hani de su rango: pantalones anchos de color escarlata recogidos por un cinturón dorado al que guarnecía una generosa cantidad de cordones de seda cuyas tonalidades recorrían toda la gama del rojo y del naranja. De cada cordón colgaba una joya y los pantalones terminaban a la altura de las rodillas en una banda de oro. Llevaba un brazalete de oro delicadamente labrado y la velluda curva de su oreja izquierda iba adornada con una hilera de finos anillos de oro y un gran pendiente con una perla. Bajó por la rampa con el paso seguro de la propietaria, aún algo encendida la sangre a causa de una disputa anterior con su sobrina... y se detuvo, lanzando un chillido y sacando las garras, al toparse con el intruso.

Su primer golpe, fruto de la sorpresa, habría dejado algo aturdido a un hani, pero la piel sin vello del intruso se desgarró como si fuera de papel y éste, más alto que ella, la rebasó tambaleándose. Dio la vuelta en el final de la rampa curvada y, patinando a causa del impulso de su carrera, se coló de un salto en la nave, dejando sangre a su paso y marcando con la huella de una mano ensangrentada la blanca pared de plástico.

Pyanfar, boquiabierta y más que enfadada, se lanzó tras él arañando con las garras las placas del suelo para no patinar.
-¡Hilfy! -gritó a plena potencia. Hilfy, su sobrina, estaba antes en el pasillo inferior. Pyanfar llegó hasta la esclusa y, con un golpe brusco en el panel de comunicaciones, se puso en contacto con todos los puestos de la nave-. ¡Alerta! ¡Hilfy! ¡Llamada a toda la tripulación! Algo se ha metido en la nave. Enciérrate en el compartimiento más cercano y llama a la tripulación.

Abrió con un golpe seco el panel que había junto a la unidad de comunicaciones, agarró una pistola y partió a la caza del intruso. El seguirlo no era ningún problema, dado el rastro de manchas rojas que había dejado en el blanco suelo. El rastro torcía a la izquierda en la primera encrucijada de corredores, y no se veía a nadie: el intruso debía de haberse desviado nuevamente a la izquierda, siguiendo la forma del cuadrado de pasillos que circundaba las cubiertas de los ascensores. Pyanfar siguió corriendo y oyó un grito procedente de esa intersección de corredores. Apretó el paso; /Hilfy! Rebasó la esquina a toda velocidad y frenó de golpe para encontrarse con la imagen, como congelada, del intruso con su espalda lampiña por la que corrían riachuelos rojizos y de Hilfy Chanur, defendiendo el corredor vacío sin más armas que sus garras y su osadía de adolescente.

-¡Idiota! -le dijo Pyanfar a Hilfy con un bufido y el intruso se volvió como un rayo hacia ella. Ahora lo tenía mucho más cerca que antes: su cuerpo se quedó encogido, como a punto de saltar, al ver el arma que Pyanfar sostenía con las dos manos apuntándole. Quizá fuera lo bastante inteligente como para no arremeter contra un arma; quizá... pero eso le haría revolverse contra Hilfy, que seguía inmóvil y desarmada detrás del intruso. Pyanfar se dispuso a hacer fuego al menor movimiento de éste.
El intruso seguía agazapado, el cuerpo tenso, jadeando a causa de la carrera y sus heridas.
-Sal de ahí -le dijo Pyanfar a Hilfy-, retrocede.
El intruso había trabado ya conocimiento con las garras hani y ahora acababa de conocer sus armas, pero sus acciones seguían siendo imprevisibles. Hilfy, un manchón confuso en el límite de su campo visual, centrado por completo en el intruso, permanecía tozudamente inmóvil.
-¡Muévete! -gritó Pyanfar.
Y el intruso gritó igualmente, con un rugido que a punto estuvo de ganarle un disparo. Con el cuerpo ya erguido, se llevó la mano por dos veces al pecho en un gesto desafiante. ¡Venga, dispara!, parecía invitarle.
Eso intrigó a Pyanfar. El intruso no era nada atractivo: una revuelta melena dorada, barba del mismo color y un poco de vello en el pecho, tan escaso que casi resultaba invisible, bajando en una línea decreciente hasta su vientre que subía y bajaba velozmente impulsado por sus jadeos y desvaneciéndose por fin en lo que indudablemente era tela, aunque reducida a tal estado de harapo como para ser casi inexistente y tan ennegrecida por la suciedad que apenas se la distinguía de su piel lampiña. El olor del intruso era agrio pero...
Ese modo de comportarse, la invitación al enemigo hecha por sus ojos llameantes... sí, eso merecía ser meditado. Conocía las armas; llevaba encima un pedazo de tela; sabía trazar su territorio y estaba decidido a defenderlo. Quizá fuera un macho: en sus ojos había esa expresión tozuda y atolondrada típica de ellos.

-¿Quién eres? -le preguntó Pyanfar, pronunciando lentamente las palabras y usando varios lenguajes en sucesión, incluyendo el kif. El intruso no dio señales de entender ninguno de ellos-. ¿Quién? -le repitió.

De pronto el intruso se agachó con una mueca huraña hasta tocar el suelo y con un dedo, provisto de una gruesa uña, empezó a escribir con su propia sangre, profusamente esparcida alrededor de sus pies descalzos. Trazó una hilera de símbolos, diez en total, y luego otra que empezaba con el primer símbolo precedido por el segundo, luego el segundo con el segundo, el segundo con el tercero... escribía con gestos pacientes y cada vez más absortos en su tarea pese a los crecientes temblores de su mano, mojando el dedo en la sangre y escribiendo, como un loco incapaz de abandonar algo que ha empezado.

-¿Qué está haciendo? -preguntó Hilfy, que no podía verlo dada su posición.
-Es un sistema de escritura, probablemente algún tipo de notación por cifras. No se trata de un animal, sobrina.
Al oír el intercambio de palabras el intruso alzó los ojos... y se levantó con una brusquedad que resultó excesiva después de su pérdida de sangre, Sus ojos se vidriaron y con una expresión desesperada el intruso se derrumbó sobre el charco de sangre y los signos que había trazado, resbalando sobre ellos cada vez que intentaba levantarse de nuevo.
-Llama a la tripulación -dijo Pyanfar con voz calmada, y esta vez Hilfy se apresuró a obedecerla. Pyanfar se quedó donde estaba, pistola en mano, hasta que Hilfy hubo desaparecido por el corredor y luego, asegurándose bien de que nadie la veía faltar de tal modo a su dignidad, se inclinó sobre el intruso dejando descansar el arma, aún agarrada con las dos manos, entre sus rodillas. El intruso seguía debatiéndose y finalmente logró apoyar su espalda ensangrentada en la pared, apretándose con el codo la herida del flanco de la que brotaba mayor cantidad de sangre. Aunque algo extraviados, sus ojos, de un azul claro, no parecían haber perdido el sentido de lo real y la observaban, cautelosos, con lo que en su situación parecía un cinismo irracional.
-¿Hablas kif? -le preguntó de nuevo Pyanfar. Un fugaz centelleo en sus ojos, lo cual podía significar cualquier cosa, pero ni una palabra. Su cuerpo empezó a temblar violentamente con los primeros efectos de un shock por hemorragia. Su piel carente de vello se estaba cubriendo de sudor, Pero el intruso no apartaba los ojos de ella.
Ruido de pasos en los corredores. Pyanfar se incorporó rápidamente, no deseando que nadie le viera en tal posición junto al intruso. Hilfy apareció por un pasillo a toda velocidad y en dirección opuesta, al mismo tiempo, llegó la tripulación. Pyanfar se apartó unos pasos al verlas y el intruso intentó moverse sin demasiado éxito. Varias manos se apoderaron de él rápidamente y lo arrastraron sobre el charco de sangre. Lanzó un grito, intentando luchar, pero no tardaron en darle la vuelta y aturdirle de un golpe.
-¡Con suavidad! -gritó Pyanfar, pero ya no era necesario, Le ataron los brazos a la espalda con un cinturón y luego otro le rodeó los tobillos, apartándose luego de él con el pelaje tan ensangrentado como el cuerpo del intruso, que seguía removiéndose lentamente-. No le hagáis más daño -dijo Pyanfar-. Lo quiero limpio, naturalmente. Dadle agua y comida y curadle, pero que esté bien encerrado. Id preparando alguna explicación de cómo logró darse de bruces conmigo en la rampa y si alguien habla de esto fuera de la nave, aunque sólo sea una palabra, me encargaré de vender la a los kif.
-Capitana... -murmuraron, agachando las orejas en deferencia. Eran sus primas en segundo y tercer grado: dos parejas de hermanas, una grande y una pequeña, y las cuatro estaban igualmente apenadas.
-¡Fuera! -les dijo. Cogieron al intruso por el cinturón que le ataba los brazos y se dispusieron a llevárselo a rastras-. ¡Con cuidado! -siseó Pyanfar, y su transporte fue algo menos brusco-. Y tú... -le dijo después Pyanfar a Hilfy, la hija de su hermana, mientras que ésta agachaba las orejas y apartaba el rostro de corta melena en el que ya empezaba a despuntar la barba de una adolescente, con cierta expresión de mártir-. Si desobedeces otra orden mía te enviaré de vuelta a casa con la melena afeitada. ¿Me has entendido?
Hilfy le hizo una reverencia con el debido aire de contrición.

El Orgullo de Chanur, C.J.Cherryh

EXTINCIÓN INMINENTE

Desde niño mostró una especial sensibilidad por los seres delicados y dignos que poblaban los relatos ilustrados de su solitaria infancia. Unicornios, sirenas, dragones y centauros suplieron el bullicio propio de las familias numerosas y fueron una inmejorable compañía para el único hijo de la familia Costa-Formiga.

Más tarde se interesó por los dinosaurios y conoció a los habitantes de las más remotas mitologías. Fue creciendo mientras su biblioteca se expandía como una ameba que extiende sus seudópodos, y él se dejó fagocitar, encantado por las historias sobre otros universos que le envolvían y ocupaban todos los rincones de su alma. Es comprensible, pues, que sus parientes se sorprendieran cuando se enteraron que quería ingresar en la Facultad de Biología. Al principio lo tomaron como otra de sus muchas excentricidades, pero tras recapacitar unos segundos concluyeron que, una vez agotado el tema de los seres fantásticos, no estaba de más que dejase entrar en su cabeza un poco de realidad. Inmediatamente siguieron con sus ocupaciones.

Se especializó en zoología, y se dedicó con pasión a la desagradecida tarea de catalogar y recuperar insólitas especies de ranas, tortugas, tritones, insectos y simios abocados a una inminente extinción.

Compaginó, durante casi cincuenta años, la alta investigación en dinámica de ecosistemas con la divulgación pragmática (y en ocasiones oportunista) de los efectos devastadores de tanta desaparición. Aunque con su empeño logró prolongar unos años la presencia en la tierra de algunos de los animales, la larga lista prendida en la pared de su despacho iba disminuyendo, y muchas de las especies a las que trató de salvar desaparecieron definitivamente a lo largo de su dilatada y prestigiosa carrera. Cada vez que había una baja en la lista, el doctor Costa-Formiga colgaba una fotografía del animal extinguido en una vitrina en la que, a modo de mausoleo, posaban los animales que no pudieron ser.

No había día en el que no se avergonzara de pertenecer a una especie tan depredadora y codiciosa como la suya. Cada fotografía que accedía a la vitrina era una inyección de adrenalina que impulsaba al doctor a investigar más a fondo los factores de estrés en los sistemas naturales, a escribir más artículos, a participar en más foros internacionales y a viajar allá donde su presencia fuera requerida. La rabia actuó como el acicate más potente contra cualquier atisbo de pereza y le convirtió —sin él quererlo— en la mayor eminencia del mundo sobre animales en peligro de extinción. Solamente en su vejez —cuando la vitrina ya tenía demasiadas capas de fotografías y apenas recordaba el aspecto de los primeros animales que colocó— esa rabia dio paso a una creciente melancolía.

La Academia de las Ciencias quiso concederle, cuando ya era un anciano y él mismo podía ser considerado un ser en peligro de desaparición, el máximo galardón en reconocimiento a una vida dedicada a la ciencia y a la conservación de la biodiversidad del planeta.

Lo podemos ver, frágil y hermoso como una pieza de porcelana, acercándose con paso lento al estrado para leer el discurso de agradecimiento. La palidez de su piel casi transparente contrasta con el terciopelo azulado de su frac.

El anciano se detiene ante el micrófono y, sin prisas, observa a la audiencia. No puede evitar una sonrisa al pensar en un gran arrecife repleto de focas monje. Los miembros de la Academia, los científicos y las demás autoridades también sonríen, ayudándole a visualizar la imagen al enseñar levemente los colmillos.

Tras un suave carraspeo comienza a leer el discurso, con mano temblorosa pero voz firme. Un discurso corto pero ancho, tan ancho que caben todos.

Tras dar las gracias por el premio empiezan a desfilar por entre sus palabras una larga procesión de seres que ya no existen. Nombra, como si fuera un segundo Noé tratando de llenar su arca, a los animales que querría llevarse con él. Los llama por su nombre y ellos, sumisos, entran en la sala y la recorren.

En primer lugar un recuerdo emocionado y en clave de vergonzosa disculpa para algunos de los últimos expulsados: el delfín de río chino y el coqui dorado.

A continuación, un réquiem en memoria de los ya casi legendarios bisontes, dodos y tigres de Tasmania. También menciona en voz baja —para evitar que se acerquen y desbaraten la comida de gala— a dinosaurios y mamuts.

Por último —y con la libertad que otorga el no tener ya nada más que perder— un gutural y lacerante reclamo sale de su garganta.

Se oye un extraño rumor de pasos y batir de alas que crece desde el suelo. Una legión de sirenas, faunos, dragones y arpías se deslizan por entre los comensales para acudir gozosos a su llamada y rodearle. Un minotauro y un Yeti clausuran el desfile.

Para cerrar el discurso ninguna mención a la universidad, a los políticos ni a los investigadores que le escuchan con los colmillos ahora escondidos y los ojos muy abiertos. Solamente una caricia en el hocico del unicornio que se ha sentado a su izquierda.

EXTINCIÓN INMINENTE - Paz Monserrat Revillo

Fragmento - ESA HORRIBLE FORTALEZA

Así, Frost, cuya existencia negaba Frost, vio su cuerpo entrar en la antecámara y detenerse súbitamente ante la vista del cadáver desnudo y sangriento. La reacción química llamada shock se produjo. Frost se inclinó, dio vuelta al cuerpo y reconoció a Straik. Un momento después, sus relucientes lentes y su barbita en punta se asomaban a la cámara de la Cabeza. Apenas se dio cuenta de que Wither y Filostrato yacían allí, muertos. Su atención fue atraída por algo más serio. La repisa donde debía estar la cabeza estaba vacía; el anillo de metal, retorcido; los tubos de goma, arrancados y rotos.
Entonces vio una cabeza en el suelo, y se inclinó para examinarla. Era la de Filostrato. De la cabeza de Alcasan no encontró rastro, salvo un montón de huesos rotos al lado de donde estaba la de Filostrato.
Siempre sin preguntarse qué haría, ni por qué, Frost se dirigió al garaje. El lugar estaba vacío y silencioso; la tierra se hallaba cubierta de una espesa capa de nieve. Volvió a subir con todos los bidones de bencina que pudo transportar. Amontonó todas las materias inflamables que se le ocurrieron en la Habitación Objetiva. Entonces se encerró en ella y cerró la puerta exterior de la antesala. La fuerza que le ordenaba estas acciones le mandó entonces meter la llave en el tubo acústico que comunicaba con el corredor.
Cuando la hubo empujado hasta donde llegaban sus dedos, cogió un lápiz y la metió todavía más adentro. Oyó el sonido metálico de la llave que caía sobre los ladrillos del corredor. La fatigosa ilusión, su conciencia, gritaban en son de protesta; su cuerpo, aunque hubiese querido, no tenía la facultad de escuchar estas protestas. Como la figura ornamental que había decidido ser, su cuerpo rígido, ahora terriblemente frío, volvió a la Habitación Objetiva, vertió los bidones de bencina y arrojó un fósforo encendido al montón. Hasta entonces no pudo sospechar que la muerte misma podía, después de todo, no curarle la ilusión de ser un alma, como podía no probar tampoco la entrada en un mundo donde esta ilusión se encoleriza, infinita e incontrolada. Se le ofrecía una escapada para su alma, si no para su cuerpo. Era capaz de ver (y simultáneamente se negaba a reconocerlo) que se había equivocado desde el principio, que existían las almas y la responsabilidad personal. Lo veía a medias, pero odiaba por entero. La tortura física de morir abrasado no era quizá mayor que el odio que sentía por ello. Con un supremo esfuerzo, se refugió en esta ilusión. Y en aquella actitud se apoderó de él la eternidad de la misma forma que la salida del sol de los viejos cuentos se apodera de los gnomos para transformarlos en inmutables piedras.

ESA HORRIBLE FORTALEZA, C. S. Lewis

Fragmento - EL VALLE DE LAS ARAÑAS

El jefe pudo verle cubierto de grandes arañas y a otras muchas sobre el suelo. Mientras se esforzaba por obligar a su caballo a que se acercase a aquel objeto gris que gesticulaba y daba alaridos, y que luchaba por levantarse y volvía a caer, le llegó el resonar de unos cascos, y el hombrecillo en acto de incorporarse, sin espada, balanceándose sobre su vientre atravesado en el caballo blanco y agarrándose a sus crines, pasó como un torbellino. Y de nuevo un hilo pegajoso de telaraña gris cruzaba la cara del jefe y le rodeaba por completo, y por encima de él aquella telaraña que avanzaba  sin ruido parecía cercarle y envolverle cada vez más...
Hasta el día de su muerte nunca supo a ciencia cierta lo que había ocurrido en aquel momento. ¿Había sido él el que había desviado al caballo o había sido el animal el que por propio impulso había salido realmente de estampida detrás de su compañero? Baste
decir que un segundo después estaba galopando valle abajo mientras blandía furiosamente la espada por encima de su cabeza. Y a su alrededor, sobre la brisa que se avivaba, las aeronaves de las arañas, sus envoltorios aéreos y sus sábanas aéreas le parecía que se precipitaban en una persecución consciente.
Estruendo y mas estruendo, ruidos sordos y más ruidos sordos... el hombre de la brida de plata cabalgaba sin cuidarse de la dirección, con la cara desencajada por el tenor mirando ora a la derecha ora a la izquierda, y el brazo de la espada pronto a dar tajos. A pocos cientos de yardas delante de él, con un acompañamiento de arañas desgarradas que se arrastraban tras él, cabalgaba el hombrecillo en el caballo blanco, silencioso pero mal montado en la silla. Las cañas se doblaban delante de ellos, el viento soplaba fresco y fuerte, a su espalda el jefe podía ver las telarañas precipitándose para alcanzarlo...
Iba tan atento a escapar de las telas de arañas que sólo cuando su caballo se tensó
para dar un salto se dio cuenta de la barranca que tenía delante. Y sólo se dio cuenta
para equivocarse y chocar. Iba inclinado sobre el cuello de su caballo y se incorporó y
echó para atrás demasiado tarde.
Pero si en su excitación había dado mal el salto, en modo alguno había olvidado cómo caer. Y de nuevo volvió a comportarse como un jinete en el aire. Salió ileso, con una simple magulladura en el hombro, y su caballo rodó, agitando espasmódicamente las patas para quedarse después quieto. Pero la espada del jefe clavó su punta en el duro suelo rompiéndose limpiamente, como si la fortuna le rechazase desde ese momento como su caballero, y la extremidad astillada pasó rozándole a una pulgada del rostro. En un momento se puso de pie examinando sin aliento las telarañas que se apelotonaban para volver a la carga. Por un momento se le ocurrió echarse a correr; pero pensó en la
barranca y se echó atrás. Corrió primero hacia un lado para escapar a un terror que le embargaba y después se deslizó rápidamente por las pendientes abruptas protegiéndose del ventarrón.
Allí, resguardado por las escarpadas vertientes del torrente seco podría agacharse y observar a salvo el paso incesante de aquellas extrañas masas grises hasta que el viento se calmase, y así le sería posible escapar. Allí, pues, se acurrucó durante un largo rato, observando las extrañas masas grises desgarradas que arrastraban sus flecos por la estrecha franja de cielo.
Una araña descarnada cayó de improviso en la barranca, junto a él: de pata a pata medía más de un pie* y su cuerpo era como media mano de un hombre; después de haber observado atentamente durante unos momentos el monstruoso ardor con que buscaba escapar y cómo intentaba morder su rota espada, levantó su bota de tacones de hierro y la aplastó contra aquella masa blanda. Mientras lo hacía lanzó un juramento y durante un rato miró en derredor por si había alguna otra.

EL VALLE DE LAS ARAÑAS, Herbert G. Wells

*Un pie equivale a 30 cm más o menos.