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Fragmento - HUÉRFANOS DEL ESPACIO

¡Cuidado! ¡Hay un amotinado!
Ante aquel grito de aviso Hugh Hoyland se zambulló sin tener un segundo que perder. Un proyectil de hierro del tamaño de un huevo se estrelló contra el mamparo, justo por encima de su cabeza, con una fuerza tal que prometía haberle fracturado el cráneo. La velocidad con que se había acurrucado levantó sus pies de las planchas del suelo de la cubierta y, antes de que su cuerpo pudiera asentarse lentamente sobre el suelo plantó los pies contra el mamparo y empujó con todas sus fuerzas.
Y salió disparado hacia abajo por el largo pasaje de una larga trayectoria, llevando el cuchillo dispuesto a entrar en acción para defender su vida.
Se retorció en el aire, comprobó la dirección con los pies contra el mamparo opuesto en la vuelta del pasaje desde el cual le había atacado el amotinado y flotó ligeramente ingrávido. La otra salida del pasaje estaba vacía. Sus dos compañeros se le unieron, deslizándose torpemente por las planchas de la cubierta.
¿Se ha ido? –Preguntó Alan Mahoney.
–convino Hoyland–. Le he visto sólo un instante al zambullirse por la escotilla. Creo que es una hembra. Parecía como si tuviera cuatro piernas.
Dos piernas o cuatro, nunca le echaremos el guante – comentó el tercer hombre.
¿Quién diablos quiere echarle el guante? –Protestó Mahoney–. Yo no.
Bien, yo lo haré, si puedo –dijo Hoyland–. Por Jordan, si su puntería hubiera sido dos pulgadas mejor, en este momento estaría dispuesto para ir al Convertidor.
¿Es que no podéis dejar los dos de jurar en cuanto pronunciáis cuatro palabras? –protestó desaprobatoriamente el tercer hombre–. ¿Qué pasaría si el capitán os oyera? –y se tocó la frente con reverencia al mencionar al capitán.
¡Oh!, por la memoria de Jordan – estalló Hoyland–. No seas estúpido, Mort Tyler. Tú no eres todavía un científico. Calculo que yo soy tan devoto como tú y que no existe ningún grave pecado en dar, a veces, rienda suelta a los propios pensamientos. Incluso los científicos lo hacen. Les he oído...
Tyler abrió la boca como si fuese a provocar una disputa; pero pareció pensarlo mejor.
Mahoney tocó a Hoyland en un brazo.
Mira, Hugh –le rogó–, vámonos de aquí. Nunca tuvimos que haber subido tan alto. Me encuentro sin peso; quiero volver adonde pueda sentir algo bajo mis pies.
Hoyland miró largamente hacia la escotilla a través de la cual el asaltante había desaparecido, mientras que su mano continuaba aferrada al puño del cuchillo, y después se volvió hacia Mahoney.
De acuerdo, muchachos –convino–. Hay un largo viaje hacia abajo, de todas formas.
Se volvió entrando por la escotilla, por donde habían alcanzado el nivel en que se encontraban entonces, con los otros dos amigos siguiéndole. Sin hacer caso de la escalera metálica por la que anteriormente hubieron subido, se dejaron caer por la abertura y cayeron flotando suavemente hacia la cubierta inferior a quince pies más abajo con Tyler y Mahoney siguiéndole de cerca.

HUÉRFANOS DEL ESPACIO, Robert A. Heinlein

Fragmento

Es misión de los agaráfobos y los claustrófobos colonizar la Luna. O crear agarófílos y claustrófilos, porque los hombres que se lanzan al espacio es mejor que no tengan fobias. Si algo en un planeta, sobre un planeta o en los espacios vacíos que separan los planetas, es susceptible de asustar a 'un hombre, éste hará mejor en no moverse de la madre Tierra. El hombre que quiere vivir su vida alejado de tierra firme debe estar dispuesto a encerrarse en una exigua nave del espacio, sabiendo que puede ser su ataúd, sin desfallecer ante las inmensas extensiones cósmicas. Los hombres del espacio, pilotos, mecánicos y astrogadores, están aficionados a vivir a algunos miles de kilómetros de la biblioteca contigua.

Por otra parte, los colonizadores de la Luna tienen que pertenecer a esa especie de hombres que se siente feliz y a sus anchas viviendo bajo tierra como en una angosta madriguera.
Durante mi segundo viaje a Luna City, fui al observatorio Richardsón, tanto para ver el Gran Ojo como para buscar el argumento de una historia que me pagase mis vacaciones. Presenté mi carnet de periodista, charlé un rato y acabé visitando todo aquello acompañado por el jefe. Fuimos al túnel del norte, que estaba siendo horadado en el lugar del proyectado coronascopo.

Fue una excursión pesada, subimos en un scooter, bajamos a un túnel absolutamente informe, subimos de nuevo saliendo por una compuerta de aire, tomamos otro scooter y repetimos el recorrido. Mister Knowles lo amenizo con su charla.

- Todo esto es provisional - explicó -. Una vez hayamos horadado el segundo túnel, los conectaremos, quitaremos las compuertas de aire, abriremos un paso orientado al Norte en éste, otro orientado al Sur en el otro y se podrá dar la vuelta en menos de tres minutos, lo mismo que en Luna City... o en Manhattan...

-¿Por qué no quitar las compuertas de aire ya? - pregunté mientras entrábamos en la que hacía siete -. Hasta ahora, la presión ha sido la misma en un lado que en el otro de todas ellas.

- ¿Es que quiere usted sacar provecho de una peculiaridad de este planeta para inventar una historia sensacional? - me preguntó, intrigado.

- Mire usted - respondí, sintiéndome ofendido -, pretendo ser de tan confianza como el que más, pero si hay algo en este proyecto que no sea del todo limpio, vámonos de aquí y dejémoslo. No me gusta la censura.

- Cálmese, Jack... - dijo suavemente, llamándome por primera vez por mí nombre de pila; lo observé, pero no dije nada -. Nadie va a censurarle a usted. Estamos encantados de cooperar con ustedes, pero la Luna tiene una reputación demasiado mala; reputación que, por otra parte, no merece.
No contesté.


CABALLEROS, PERMANEZCAN SENTADOS, Robert A. Heinlein