El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otra cosa que un simple sendero, con anchura apenas suficiente para que dos hombres avanzaran de lado. Era algo así como una pista de bestias salvajes.
Aquí y allí se veían fragmentos de hierro oxidado que indicaban que, debajo de la maleza, seguía habiendo rieles y traviesas. En cierto punto, un árbol, al crecer, había levantado en el aire un riel entero, que quedaba al descubierto. Una pesada traviesa había seguido al riel, y seguía unida a él por medio de una tuerca. Debajo se veían las piedras del balasto, medio recubiertas de hojas muertas. El riel y la traviesa, enlazadas de aquel modo extraño, apuntaban hacia el cielo, fantasmagóricamente. Por vieja que fuera la vía férrea, se constataba sin dificultad, por su estrechez, que había sido de vía única.
Un anciano y un muchacho iban por el camino. Avanzaban con lentitud, ya que el viejo estaba doblado bajo el peso de los años. Un comienzo de parálisis hacía que sus miembros y sus ademanes temblequearan, y caminaba apoyado en su bastón.
Un gorro de piel de cabra le protegía la cabeza del sol. Por debajo de este gorro pendía una franja de ralos cabellos blancos, sucios y desgreñados.
Una especie de visera, ingeniosamente hecha con una ancha hoja curva, le protegía los ojos de un exceso de luz. Banjo esa visera, la mirada del pobre hombre, bajada hacia el suelo, seguía atentamente el movimiento de sus propios pies en el sendero. Su barba caía en greñas torrenciales hasta su cintura, y hubiera debido ser, igual que los cabellos, blanca como la nieve; pero, como ellos, testimoniaba una negligencia y una miseria extremas.
Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba sobre el pecho y la espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente descarnados, y cuya piel marchita- testimoniaban una edad muy avanzada. Las desolladuras y cicatrices que le cubrían los miembros, así como lo atezado de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que aquel hombre estaba expuesto al choque-directo con la naturaleza y los elementos.
El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus piernas a los pasos lentos del viejo que le seguía. También él tenía por única vestidura una piel de animal: un trozo de piel de oso de bordes desiguales, con un agujero central por el que se lo pasaba por la cabeza.
Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetonamente colocada encima de una oreja, una cola de cerdo recién cortada.
Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda colgaba un carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello, sujeta por una correa, salía el mango nudoso de un cuchillo de caza. El muchacho era negro como una mora, y su modo ágil de moverse recordaba el de un gato. Sus ojos azules, de un azul intenso, eran vivos y penetrantes como barrenas, y su color celeste contrastaba extrañamente con la piel quemada por el sol que los enmarcaba.
Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos circundantes, y las aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un perpetuo acecho del mundo exterior, del que recogían ávidamente todos los mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan adiestrado que operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la aparente calma reinante, los más leves sonidos, los distinguía unos de otros y los clasificaba: el roce del viento en las hojas, el zumbido de una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba
atenuado en un débil murmullo, el imperceptible rascar de las patas de un pequeño roedor limpiando de tierra la entrada de su guarida...
De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El sonido, la visión y el olor lo habían advertido simultáneamente. Tendió la mano hacia el viejo, lo tocó, y ambos permanecieron inmóviles y silenciosos.
La peste escarlata, Jack London
Nuestro héroe cruza la singularidad maldita, el agujero negro o gris, el pasadizo al otro patio, que se encuentra en la esquina de Nicaragua y Arévalo, en el barrio de Palermo, Buenos Aires. Todo puede pasar: sexo, Historia, aventuras, guiso de lentejas o mondongo y Perón y Freud explicando las remeras rotas del Capitán Kirk. A ver si se ponen a leer, holgazanes.
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Fragmento - CÁNTICO POR LEIBOWITZ
En aquel siglo había nuevamente naves espaciales, y las naves estaban tripuladas por imposibilidades peludas que caminaban sobre dos piernas y a las que les crecían mechones de cabello en inverosímiles regiones anatómicas. Eran una especie habladora. Pertenecían a una raza muy capaz de admirar su propia imagen en un espejo e igualmente capaz de cortarse su propio cuello ante el altar de cualquier dios tribal, tal como la deidad del Afeitado Diario. Era un espécimen que a menudo se consideraba, básicamente, una raza de fabricantes de herramientas de inspiración divina; cualquier ente inteligente de Arturo instantáneamente se habría dado cuenta de que eran básicamente una especie de apasionados oradores de banquete.
Era inevitable, era su destino manifiesto, presentían — y no por primera vez — que tal especie avanzaba a la conquista de las estrellas. Para conquistarlas varias veces, si era necesario, y para ciertamente hacer discursos sobre las conquistas. Pero también era inevitable que la especie sucumbiese otra vez a la vieja enfermedad en un nuevo mundo como antes había ocurrido en la Tierra, en la letanía de la vida y en la liturgia especial del hombre: versículos por Adán, respuestas del Crucificado.
Somos los siglos.
Somos los charlatanes y los fanfarrones, y pronto hablaremos de cortarte la cabeza. Somos tu coro de desperdicios, señor y señora, y marcamos el paso detrás de ti, cantando tonadas que algunos creen extrañas.
¡Un, dos, tres, cuat!
¡Izquierda!
¡Izquierda!
Te—ní—a—u—na—bue—na—es—po—sa— pe—ro—él.
¡Izquierda!
¡Izquierda!
¡Izquierda!
¡Derecha!
¡Izquierda!
Wir, como dicen en la vieja patria, marschieren weiter wenn alles in Scherben fällt.
Tenemos tus eolitos y tus mesolitos y tus neolitos. Tenemos tus Babilonias y tus Pompeyas, tus Césares y tus artefactos cromados (impregnados—de—ingrediente— vital).
Tenemos tus sangrientas hachas y tus Hiroshimas. Avanzamos, a pesar del infierno, hacemos...
Atrofia, Entropía y Proteus vulgaris.
Contando chistes obscenos acerca de una granjera llamada Eva y un agente de ventas llamado Lucifer.
Enterraremos a tus muertos y sus reputaciones. Te enterraremos a ti. Somos los siglos.
Nace, pues, respira viento, chilla al golpe del cirujano, busca la virilidad, prueba un poco de bondad, siente dolor, da a luz, lucha un poco, sucumbe.
(Al morir sal silenciosamente por la salida de atrás, por favor.)
Generación, regeneración, otra vez, otra vez, como en un ritual, con investiduras manchadas de sangre y manos sin uñas, hijos de Merlín persiguiendo un resplandor. Hijos también de Eva construyendo para siempre paraísos... y destrozándolos con furia enloquecida porque no resultan ser lo mismo. (¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, un idiota grita su necia angustia en medio de los desperdicios. ¡Pero aprisa! Que el coro lo apague, cantando aleluyas a noventa decibelios.)
Oíd, entonces, el último cántico de los hermanos de la Orden de San Leibowitz, como cantado por el siglo que se tragó su nombre:
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Christie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison, eleison ¡mas!
«Lucifer ha caído»; las palabras cifradas, enviadas eléctricamente a través del continente, eran susurradas en salas de conferencias, donde circulaban en forma de memorandos con el título de «Supreme secretissimo» y eran prudentemente ocultados a la prensa. Las palabras se alzaban como una marea amenazadora detrás de un dique de secreto oficial. Había varios agujeros en el dique, pero quedaban impávidamente obturados por los burocráticos mentores cuyos dedos índices se volvían excesivamente henchidos mientras esquivaban los proyectiles verbales disparados por la prensa.
Cantico por Leibowitz, Walter M. Miller
Fragmento - Un fantasma recorre Texas
Los melenudos tienen menos seso que el ganado de cuernos largos, y menos capacidad para sostenerse sobre los cuartos traseros. La mayoría de los melenudos perecieron en la guerra atómica, o fueron exiliados a ese corral para vacas enfermas, Circumluna, y a su teta indescriptible, el Saco. ¡A Dios rogando y marihuana fumando! Las batallas de El Álamo, San Jacinto, El Salvador, Sioux City, Schenectady y Saskatchewan...
(Frases entresacadas al azar del libro Cómo soportar y entender a los téjanos: sus fantasías, flaquezas, costumbres tradicionales e ideas fijas, tal como aparecen en sus escritos, Nitty-Gritty Press, Watts-Angeles, Peribluca Capicifa Gerna)
—Hijo, pareces un lejano de esos que han tomado hormonas pero han pasado hambre desde que nacieron. Como si tu mamá, que Lyndon la bendiga, hubiera levantado una pierna y te hubiera dejado caer en una gran bolsa negra, y después no hubieras tenido más que un mendrugo y un vasito de leche al mes.
—Cierto, noble señor. Me criaron en el Saco y soy un flaco —respondí al Gigante Corpulento, con voz semejante a un trueno lejano, que casi me hizo mojar los calzones, pues hasta entonces aquélla había sido de barítono alto.
Tuve la sensación de que estaba dando vueltas en una centrífuga cúbica, a razón de seis agobiantes lunagravs. Podía ver la rotación de la máquina, y la percibí en el oído interno hasta que mis sentidos, poco a poco, se adaptaron. Sobre la misma superficie en que me hallaba había dos gigantes y una giganta con ropas de vaquero, y también tres enanos descalzos, gibosos y morenos, vestidos con pantalón y camisa sucios. Todos ellos se mantenían hábilmente en equilibrio sobre los pies, conduciendo la centrífuga enérgicamente. Mientras tanto, bajo mi capa negra con capucha, yo permanecía encorvado como unos grandes alicates de filigrana de hueso y titanio, y trataba de poner en funcionamiento el motor de la rodilla izquierda de mi dermatoesqueleto. Éste, o corría alocadamente, o no respondía en absoluto a los impulsos mioeléctricos de los músculos
fantasmales de mi pierna izquierda.
Comprendí que el Gigante Corpulento debía de haberme visto sin la capa, puesta ésta, ahora, lo mismo podía ocultar un gordo, bajo y estirado, que a un flaco, alto y encorvado.
Tenía una vaga idea de cómo había desembarcado del «Tsiolkovsky». Cuando los melenudos te drogan para que adquieras aceleraciones de veinticuatro lunagravs, no emplean aspirina, aunque estés aprisionado entre colchones de agua, Pero sabía que fuera de la centrífuga se hallaba la base espacial y ciudad de Yellowknife, Canadá, Tierra.
Los dos extremos de la centrífuga y los dos costados contiguos (pero, ¿cuál era cuál?) estaban cubiertos con un mural de pueril simplicidad, compuesto de enormes vaqueros de color blanco tiza persiguiendo, sobre caballos como elefantes, a diminutos indios de color carmín, montados en caballitos como chihuahuas a través de un paisaje tachonado de cactus. Esta batalla de cucarachas y monstruos llevaba la inmensa firma de «Abuela Aaron». Las figuras y la escena parecían tan impropias de la helada Yellowknife como los trajes de mis acompañantes, que más bien deberían llevar pellizas esquimales y raquetas
para la nieve.
Pero ¿puede un novato, que ha pasado toda su vida en caída libre a unos miles de kilómetros de la madre Luna, opinar sobre las costumbres de la terrible Tierra? La superficie opuesta estaba repleta de cegadores rayos de sol, como un racimo de
estrellas transformándose en novas.
En una de las superficies contiguas había dos aberturas rectangulares adyacentes. Ambas tenían casi un metro de anchura, pero una tenía más de tres metros de altura y la otra menos de metro y medio. En vano me asomé a ellas por si veía pasar velozmente estrellas o segmentos de tierra; los rectángulos no eran sino compuertas que daban a otra parte de la centrífuga. No alcanzaba a comprender por qué había dos, y de forma y tamaño tan diferentes, donde una habría bastado.
Mientras trataba de engatusar al motor de mi rodilla para que funcionara como es debido y sentía en las axilas, los muslos, la entrepierna, etcétera, la cruel presión que los seis lunagravs centrífugos ejercían sobre las bandas de sujeción de mi dermatoesqueleto hundiéndomelas en la piel y los huesos, me preguntaba:
«Si es así como te endurecen en el ascenso a la Tierra, ¿qué aspecto tendrá la superficie desnuda de ese planeta?» Entre tanto hablé en voz alta, con el mismo tono profundo, sepulcral y casi inaudible que tan bien cuadraba con la apariencia de túmulo funerario cubierto de negro que me daba la protuberancia central de mi cabeza encapuchada. Y pedí:
—Tenga la bondad de guiarme al Registro de Reclamaciones Mineras de Yellowknife.
El Gigante Corpulento me miró con condescendencia. Realmente, conducía la centrífuga con serenidad; me asombró su habilidad para manejar con tanta indiferencia una masa por lo menos cinco veces mayor que la mía, dermatoesqueleto incluido. Los
tres enanos gibosos acechaban tras él con aprensión, y el temor les hacía fruncir el entrecejo bajo los grasientos cabellos negros. El Gigante Cuadrado —le bauticé con este nombre porque se distinguía por los hombros puntiagudos y las mandíbulas angulosas, como William S. Hart en los tiempos heroicos del cine— lanzó una mirada suspicaz desde mi abierto equipaje.
La giganta comenzó a alborotar.
(Frases entresacadas al azar del libro Cómo soportar y entender a los téjanos: sus fantasías, flaquezas, costumbres tradicionales e ideas fijas, tal como aparecen en sus escritos, Nitty-Gritty Press, Watts-Angeles, Peribluca Capicifa Gerna)
—Hijo, pareces un lejano de esos que han tomado hormonas pero han pasado hambre desde que nacieron. Como si tu mamá, que Lyndon la bendiga, hubiera levantado una pierna y te hubiera dejado caer en una gran bolsa negra, y después no hubieras tenido más que un mendrugo y un vasito de leche al mes.
—Cierto, noble señor. Me criaron en el Saco y soy un flaco —respondí al Gigante Corpulento, con voz semejante a un trueno lejano, que casi me hizo mojar los calzones, pues hasta entonces aquélla había sido de barítono alto.
Tuve la sensación de que estaba dando vueltas en una centrífuga cúbica, a razón de seis agobiantes lunagravs. Podía ver la rotación de la máquina, y la percibí en el oído interno hasta que mis sentidos, poco a poco, se adaptaron. Sobre la misma superficie en que me hallaba había dos gigantes y una giganta con ropas de vaquero, y también tres enanos descalzos, gibosos y morenos, vestidos con pantalón y camisa sucios. Todos ellos se mantenían hábilmente en equilibrio sobre los pies, conduciendo la centrífuga enérgicamente. Mientras tanto, bajo mi capa negra con capucha, yo permanecía encorvado como unos grandes alicates de filigrana de hueso y titanio, y trataba de poner en funcionamiento el motor de la rodilla izquierda de mi dermatoesqueleto. Éste, o corría alocadamente, o no respondía en absoluto a los impulsos mioeléctricos de los músculos
fantasmales de mi pierna izquierda.
Comprendí que el Gigante Corpulento debía de haberme visto sin la capa, puesta ésta, ahora, lo mismo podía ocultar un gordo, bajo y estirado, que a un flaco, alto y encorvado.
Tenía una vaga idea de cómo había desembarcado del «Tsiolkovsky». Cuando los melenudos te drogan para que adquieras aceleraciones de veinticuatro lunagravs, no emplean aspirina, aunque estés aprisionado entre colchones de agua, Pero sabía que fuera de la centrífuga se hallaba la base espacial y ciudad de Yellowknife, Canadá, Tierra.
Los dos extremos de la centrífuga y los dos costados contiguos (pero, ¿cuál era cuál?) estaban cubiertos con un mural de pueril simplicidad, compuesto de enormes vaqueros de color blanco tiza persiguiendo, sobre caballos como elefantes, a diminutos indios de color carmín, montados en caballitos como chihuahuas a través de un paisaje tachonado de cactus. Esta batalla de cucarachas y monstruos llevaba la inmensa firma de «Abuela Aaron». Las figuras y la escena parecían tan impropias de la helada Yellowknife como los trajes de mis acompañantes, que más bien deberían llevar pellizas esquimales y raquetas
para la nieve.
Pero ¿puede un novato, que ha pasado toda su vida en caída libre a unos miles de kilómetros de la madre Luna, opinar sobre las costumbres de la terrible Tierra? La superficie opuesta estaba repleta de cegadores rayos de sol, como un racimo de
estrellas transformándose en novas.
En una de las superficies contiguas había dos aberturas rectangulares adyacentes. Ambas tenían casi un metro de anchura, pero una tenía más de tres metros de altura y la otra menos de metro y medio. En vano me asomé a ellas por si veía pasar velozmente estrellas o segmentos de tierra; los rectángulos no eran sino compuertas que daban a otra parte de la centrífuga. No alcanzaba a comprender por qué había dos, y de forma y tamaño tan diferentes, donde una habría bastado.
Mientras trataba de engatusar al motor de mi rodilla para que funcionara como es debido y sentía en las axilas, los muslos, la entrepierna, etcétera, la cruel presión que los seis lunagravs centrífugos ejercían sobre las bandas de sujeción de mi dermatoesqueleto hundiéndomelas en la piel y los huesos, me preguntaba:
«Si es así como te endurecen en el ascenso a la Tierra, ¿qué aspecto tendrá la superficie desnuda de ese planeta?» Entre tanto hablé en voz alta, con el mismo tono profundo, sepulcral y casi inaudible que tan bien cuadraba con la apariencia de túmulo funerario cubierto de negro que me daba la protuberancia central de mi cabeza encapuchada. Y pedí:
—Tenga la bondad de guiarme al Registro de Reclamaciones Mineras de Yellowknife.
El Gigante Corpulento me miró con condescendencia. Realmente, conducía la centrífuga con serenidad; me asombró su habilidad para manejar con tanta indiferencia una masa por lo menos cinco veces mayor que la mía, dermatoesqueleto incluido. Los
tres enanos gibosos acechaban tras él con aprensión, y el temor les hacía fruncir el entrecejo bajo los grasientos cabellos negros. El Gigante Cuadrado —le bauticé con este nombre porque se distinguía por los hombros puntiagudos y las mandíbulas angulosas, como William S. Hart en los tiempos heroicos del cine— lanzó una mirada suspicaz desde mi abierto equipaje.
La giganta comenzó a alborotar.
—¡Otra vez va hacia allá! —dijo con voz lastimera—. Intentaré servirle de azafata lo mejor que pueda. AI fin y al cabo, es usted nuestro primer visitante del espacio desde hace cientos de años. Pero se empeña en hablarme con voz atronadora como los demás extranjeros, los terribles rusos velludos y los africanos tamborileros. Y sigue vociferando misterios. En nombre de Jack, ¿dónde está Yellowknife?
Fuera de su traje minifaldero y casi militar de vaquera tenía una larga cabellera rubia, y en su interior grandes senos, o un simulacro de ellos; pero su agitada estupidez refrenaba mi libido y también mi cordura. Recordé que mi padre me decía que las jovencitas que marchaban al frente de las bandas de música habían sido una de las plagas principales de la Tierra, junto con los atletas comunistas de cualquier sexo vestidos de mujer.
—Aquí —grité con voz estruendosa a través de la capucha—. Justamente aquí, donde el «Tsiolkovsky» me desembarcó en órbita directa desde Circumluna. A propósito: no soy ruso, sino de ascendencia anglosajona, si bien es verdad que en Circumluna hay tantos rusos como americanos.
Un fantasma recorre Texas, Fritz Leiber
—Aquí —grité con voz estruendosa a través de la capucha—. Justamente aquí, donde el «Tsiolkovsky» me desembarcó en órbita directa desde Circumluna. A propósito: no soy ruso, sino de ascendencia anglosajona, si bien es verdad que en Circumluna hay tantos rusos como americanos.
Un fantasma recorre Texas, Fritz Leiber
Fuego
Sabe que tiene que irse.
-Apure, profesor -llaman desde afuera.
-Ya voy. -Ajusta la lente del telescopio y sigue mirando. Contra el negro de la nada los rayos se descomponen en mil colores.
La luz. Siempre la misma y sin embargo distinta. El hombre la contempla con ojos de enamorado.
Y el calor.
Hasta ayer, con una toalla grande y gesto indiferente, secaba el sudor que corría por su cara, por su cuerpo. Hoy ya ha renunciado al intento de mantenerse seco. Al esfuerzo de tomar notas también.
-No queda mucho tiempo -insiste la misma voz, ya lejana.
Mira en derredor. Instrumentos de laboratorio y algunos efectos personales. Amados objetos que debe abandonar. El saxo de su padre. "Esta es una familia de músicos, el científico es nuestra oveja negra", bromeaba, orgulloso, el viejo. También está la pintura. Lara, preciosa como era. Viva.
Su equipaje ya ha sido cargado.
-Sólo lo imprescindible, profesor, menos, si puede. Usted comprende -él entiende perfectamente.
Las diez de la noche. Sale al horno que es la calle. Cierra con llave. ¿Para qué? Nadie se queda. En pocos días quedará nada.
Aún peor que la temperatura es el silencio. La ciudad ya ha sido evacuada. La ciudad y el mundo.
Quita el cerrojo que acaba de poner, abre la puerta, se sienta en el suelo bajo el marco.
Aguarda un rato.
De pronto, ciento veinte segundos de ruido ensordecedor. Luego, la más absoluta calma. La nave ha despegado en el horario previsto.
Pasan un par de perros, ahora sin dueño, desorientados.
Mira el cielo. En una hora, a los sumo dos, no será necesario el telescopio. Se podrá observar un bello espectáculo a simple vista.
El Sol continúa agigantándose.
No cree estar solo. En algún lugar del planeta habrá otro ser humano que, como él, haya decidido quedarse a esperar el amanecer en casa.
-Apure, profesor -llaman desde afuera.
-Ya voy. -Ajusta la lente del telescopio y sigue mirando. Contra el negro de la nada los rayos se descomponen en mil colores.
La luz. Siempre la misma y sin embargo distinta. El hombre la contempla con ojos de enamorado.
Y el calor.
Hasta ayer, con una toalla grande y gesto indiferente, secaba el sudor que corría por su cara, por su cuerpo. Hoy ya ha renunciado al intento de mantenerse seco. Al esfuerzo de tomar notas también.
-No queda mucho tiempo -insiste la misma voz, ya lejana.
Mira en derredor. Instrumentos de laboratorio y algunos efectos personales. Amados objetos que debe abandonar. El saxo de su padre. "Esta es una familia de músicos, el científico es nuestra oveja negra", bromeaba, orgulloso, el viejo. También está la pintura. Lara, preciosa como era. Viva.
Su equipaje ya ha sido cargado.
-Sólo lo imprescindible, profesor, menos, si puede. Usted comprende -él entiende perfectamente.
Las diez de la noche. Sale al horno que es la calle. Cierra con llave. ¿Para qué? Nadie se queda. En pocos días quedará nada.
Aún peor que la temperatura es el silencio. La ciudad ya ha sido evacuada. La ciudad y el mundo.
Quita el cerrojo que acaba de poner, abre la puerta, se sienta en el suelo bajo el marco.
Aguarda un rato.
De pronto, ciento veinte segundos de ruido ensordecedor. Luego, la más absoluta calma. La nave ha despegado en el horario previsto.

Mira el cielo. En una hora, a los sumo dos, no será necesario el telescopio. Se podrá observar un bello espectáculo a simple vista.
El Sol continúa agigantándose.
No cree estar solo. En algún lugar del planeta habrá otro ser humano que, como él, haya decidido quedarse a esperar el amanecer en casa.
Fragmento - CÁNTICO POR LEIBOWITZ
«Y así fue en aquellos días», dijo el hermano lector: Que los príncipes de la Tierra habían endurecido sus corazones contra la Ley del Señor y su orgullo no tenía fin. Y cada uno pensó para sí que era mejor que todo fuese destruido que permitir que la voluntad de otro príncipe prevaleciese sobre la suya. Porque los poderosos de la Tierra contendían entre ellos sobre todo por el poder supremo. Por medio del robo, la traición y el engaño buscaban gobernar y temían mucho la guerra y temblaban; porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado. Aquellos hombres y príncipes podían temer a Dios y humillarse ante el Altísimo. Pero no eran humildes. Y Satanás habló con cierto príncipe diciendo: «No temas emplear la espada, porque los hombres sabios te han engañado al decir que el mundo sería destruido por ella. No escuches el consejo de los débiles, porque te temen excesivamente y sirven a tus enemigos al frenar tu mano en contra de ellos. Ataca y gobernarás sobre todas las cosas». Y el príncipe prestó atención a la palabra de Satanás, hizo llamar a todos los hombres sabios de aquel reino, y les pidió que le indicasen los medios con que el enemigo podía ser destruido sin atraer la ira sobre su propio reino. Pero la mayoría de los hombres sabios dijeron: «Señor, no es posible, porque vuestros enemigos también tienen la espada con que os hemos armado y su fiereza es como la llama del infierno y como la furia de la estrella solar en la que fue encendida». «Entonces me fabricaréis un arma que sea siete veces más ardiente que el propio infierno», ordenó el príncipe, cuya arrogancia era ya superior a la de los faraones. Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos». Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos». Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK—A—DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas. Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo: «¿Qué ofrenda de fuego es esta que has preparado ante mi? ¿Qué es este sabor que se alza del lugar del holocausto? ¿Me has ofrecido un holocausto de corderos o cabras, o le has ofrecido un becerro a Dios?». Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «Me has ofrecido a mis hijos en holocausto». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida. CÁNTICO POR LEIBOWITZ, Walter M. Miller
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