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Fragmento

Nunca en su vida había hablado con una de las Nueve Inteligencias, que eran las más altas entre las mentes sofotec; pero ésta era una representante de una mente aún más exaltada, aquélla que se sostenía merced al poder mental combinado de las nueve.
—Por favor, Atkins —dijo el avatar—, no te cuadres ante mí. No soy tu oficial superior. Ambos servimos a la misma causa.
El guantelete izquierdo de Atkins se replegó. En un movimiento perfecto y bien practicado, abrió un tajo doloroso en la palma, ensangrentó la katana y la envainó. El soldado entornó los ojos, apretando el puño para impedir que el tajo goteara. Faetón comprendió que éste debía ser el verdadero Atkins.
—Gracias —dijo Atkins—. ¿Puedes ayudarme? De lo contrario, tendré que pedirte que te retires.
Ella sonrió con tristeza.
—No es mucho lo que puedo hacer, Atkins. Aun una inteligencia muy rápida se siente impotente sin información para manipular. Así que te deja­ré en paz para que cumplas tu tarea. Sin embargo, tengo una idea para una nueva ciencia analítica y forense que, con tu autorización, cargaré en tu sistema. Tengo autorización del avatar parlamentario.
—Adelante —dijo Atkins.
Las esferas negras irradiaron antojadizas caracolas semejantes a nautilos, y tejieron hebras sobre la hierba. Las luminarias que rodeaban al avatar abandonaron su órbita para ayudar a las esferas negras en su labor. El avatar se volvió hacia Faetón.
—Querido muchacho, como cortesía para Atkins, te pediré que también te marches. No tienes la obligación legal de no mencionar lo que has visto, pero hay una obligación moral aún más profunda y constrictiva. Nuestras leyes e instituciones se han habituado a siglos de paz y placer, y nuestra civilización puede sostenerse en el peligro sólo mediante la devoción volun­taria de sus ciudadanos.
—¡Amo la Ecumene Dorada —exclamó Faetón— y nunca haría nada para dañarla!
Atkins lo miró con escepticismo, resopló y miró hacia otro lado.
—No seas infiel a tus principios, Faetón —dijo el avatar—, pues podrías perjudicar a tu mundo y a ti mismo.
—¿Perjudicar? Por favor, dime de qué se trata.
—Tus viejos recuerdos están almacenados, no destruidos. Si decides sobrellevar esa carga una vez más, no puedo aconsejarte. Seré sabia, pero no soy Faetón.
El avatar dio un paso adelante, apoyó las suaves manos en los hombros de Faetón, se encorvó (Faetón no había advertido la altura de esa silueta selénica hasta que ella se le acercó) y le besó la frente.
—¿Aceptarás este regalo mío? Te concedo el vuelo. Es un honor destina­do a demostrarte que las inteligencias mecánicas no te tienen inquina, Fae­tón. Quizá también te recuerde viejos sueños que has abandonado.
—Señora, este maniquí en el cual estoy es demasiado pesado para vo­lar. Necesitaría otro...
De pronto sintió el cosquilleo de una sensación flotante que comenzaba en la cabeza, donde el avatar lo había besado, y se expandía como vino tibio en el torso y las extremidades. El asombrado Faetón pestañeó y alzó un pie. Sin peso, se alejó de la hierba.
Gritó atemorizado, pero luego sonrió, y trató de fingir que gritaba de ale­gría. Poco después una ráfaga caprichosa lo invirtió como un globo. Faetón cogió una rama de árbol y quedó enredado en las hojas plateadas, riendo.
—¡Extraordinario! —jadeó—. Excúsame, señora, pero hay importantes preguntas sobre lo que sucedió esta noche que yo...
Pero cuando miró por encima del hombro hacia el suelo, el avatar se había ido. Sólo quedaba Atkins, el rostro hosco, rígido en su armadura, caminando por la hierba con sus máquinas negras.

Fragmento


En la noche centésimo primera de la Celebración Milenaria, Faetón se alejó de las luces y la música, del movimiento y del alborozo de la dorada ciudad palacio, y salió a la soledad de los bosquecillos y jardines. En esa época de alegría, no las tenía todas consigo y no sabía por qué.
Su nombre completo era Faetón Primo Radamanto Humodificado (realce) Incompuesto, Indepconsciencia, Neuromorfa Básica, Escuela Señorial Gris Plata, Era 7043 («Nuevo Despertar»).
Esa noche habían escogido el ala occidental de la ciudad palacio de Aureliano para una Presentación de Visiones de la élite de la Mansión Radamanto. Faetón había recibido la invitación a participar en el panel de jueces de sueños y, ansioso de experimentar las historias futuras que se presentarían, había aceptado gustosamente. Había pensado que esa velada representaría en miniatura, para la Casa Radamanto, aquello que la Alta Trascendencia de diciembre representaría para toda la humanidad.
Pero quedó defraudado. El desfile de adocenadas y trilladas extrapolaciones había agotado su paciencia.
Había un futuro donde todos los hombres eran registrados como información cerebral en un cristal lógico de diamante que ocupaba el núcleo de la Tierra; en otro futuro, toda la humanidad existía en las hebras de un despliegue arborescente de velas y paneles que formaban una esfera de Dyson alrededor del Sol; un tercero prometía titánicas viviendas para billones de mentes y supermentes en el frío absoluto del espacio transneptuniano (el frío era necesario para cualquier obra de ingeniería subatómica realmente precisa) pero con raíles o ascensores de material inconcebiblemente denso que se extendían a lo largo de cientos de unidades astronómicas, por toda la anchura del sistema solar, hasta el manto del Sol, para explotar la ceniza de hidrógeno como material de construcción y para aprovechar la vasta energía del astro, por si alguna vez los ordenadores inmóviles del espacio profundo que albergaban las mentes de la humanidad necesitaban materia o energía.
Cualquiera de estas visiones tendría que haber sido sobrecogedora. Las obras de ingeniería estaban presentadas con exquisito detalle. Faetón no podía identificar aquello que deseaba, pero sabía que no quería ninguno de esos futuros que le ofrecían.
No habían invitado a Dafne, su esposa, que era sólo miembro colateral de la casa; y Helión, su progenitor, estaba presente sólo como versión parcial, pues su primario había acudido a un cónclave de los Pares.
Así, en el centro de una multitud bullanguera y jovial de telepresencias, maniquíes y personas reales con trajes brillantes, y con las cien altas ventanas de la Sala de Presencia pobladas por el fulgor de futuros monótonos, y con mil canales que lo acribillaban con mensajes, requerimientos e invitaciones, Faetón comprendió que estaba totalmente solo.
Afortunadamente estaban en mascarada, y él podía asignar su rostro y su papel a una copia de seguridad de sí mismo. Se puso un disfraz de Arlequín, con encaje en la garganta y antifaz en el rostro, y se escabulló por una entrada lateral antes que los lugartenientes o escuderos de honor de Helión pensaran en detenerlo.
Sin una palabra ni una señal para nadie, Faetón partió y atravesó parques y jardines silenciosos en el claro de luna, acompañado sólo por sus pensamientos.

La edad de oro, John C. Wright