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Fragmento


Un psicópata, un carnicero, un libertino, un hipócrita y un payaso.
—¡Vosotros me habéis hecho esto! ¿Por qué?
La rabia ahogaba sus palabras. Las cabezas-flores adoptaron la forma concreta de los hedonistas responsables de la loca y sangrienta aventura en la noche de 1888.
Van Cleef, la mujer-gardenia, se mofó:
—¿Y qué creías, pedazo de paleto? (Es paleto, ¿no, Hernon? Con los dialectos antiguos siempre me pierdo.) Después de haberte hecho liquidar a su Juliette, Hernon quería dejarte ir. ¿Pero por qué no aprovechar la ocasión? Nos debía al menos tres formz, y para empezar tú servías tan bien como cualquier otro.
Jack se puso a gritar hasta que sus cuerdas vocales se hincharon en el interior de su garganta.
—¿Era necesario esta vez? Respondedme. ¿Era indispensable para hacer llegar las reformas?
Hernon se echó a reír.
—Por supuesto que no.
Jack cayó de rodillas. La ciudad le dejó hacer.
—Oh, Dios mío, oh, Dios todopoderoso, he hecho lo que he hecho, me he cubierto de sangre… y todo ello para nada, absolutamente para nada…
Cashio, que había sido uno de los phlox, parecía perplejo.
—Diría que se preocupa tan sólo por esta última vez y no por todas las demás. ¿Cómo explicáis eso?
Nosy Verlag, que había sido una celidonia silvestre, respondió vivamente:
—No es cierto. No se trata tan sólo de esta última vez. Todas lo atormentan. Sondéalo y verás.
Los ojos de Cashio giraron unos instantes hacia arriba, luego hacia abajo, y finalmente se concentraron en Jack. Éste sintió como un estremecimiento de mercurio en su mente, luego nada. Y Cashio concluyó, con una afectada mueca:
—Mmm… sí.
Jack manipuló rabiosamente el cierre de su maletín. Lo abrió y sacó el bocal conteniendo el feto. Aquel que había retirado el 9 de noviembre de 1888 del cuerpo de Mary Jane Kelly. Lo mantuvo unos instantes a la altura de su rostro, luego lo lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo de metal. No llegó a tocarlo. Al llegar a menos de un centímetro del limpio y aséptico revestimiento de la ciudad, desapareció sin dejar ninguna huella.
—¡Qué maravillosa sensación de repugnancia! —exultó Rose, que había sido una rosa.
—Hernon —advirtió Van Cleef—, está concentrándose en ti. Te está haciendo responsable de todo lo que le ocurre.
En el momento en que Jack sacaba del maletín el escalpelo eléctrico de Juliette y se lanzaba hacia él, Hernon estaba riéndose, sin mover los labios. Las palabras de Jack eran ininteligibles, pero mientras golpeaba estaba diciendo:
—¡Basura! Os mostraré lo que sois; os mostraré que no podéis hacerme esto, ¡os lo mostraré! ¡Vais a reventar todos, todos vosotros, todos!
Eso era lo que decía, pero las palabras no surgieron de su boca más que como un prolongado rugido de venganza, de frustración, de odio y de impetuoso furor.
Hernon seguía riendo cuando Jack le hundió en el pecho la hoja zumbante de electricidad, delgada como un ingrávido suspiro. Casi sin ninguna manipulación por parte de Jack, delimitó una abertura de 360º, de abiertos y carbonizados labios, que puso al descubierto el palpitante corazón de Hernon y el húmedo interior de su caja torácica. Aún tuvo tiempo de lanzar un desconcertado aullido antes de recibir el segundo golpe, que seccionó limpiamente las ataduras del corazón. Vena cava superior. Aorta. Arteria pulmonalis. Bronchus principalis.

EL MERODEADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO, Harlan Ellison

Fragmento

El Rey del Tibet estaba haciendo el amor con una gorda blanca.
Se había tirado hacia las profundidades de un túnel de gelatina, milenios antes, y periódicamente, mientras la pistoneaba, un suave conejito blanco y rosa con levita y botines hacía temblar el túnel a su paso, estudiando un reloj de bolsillo que llevaba colgado de una pesada cadena de oro.
La mujer blanca era suave como el sebo, con ojillos negros hundidos bajo prominentes cejas. La muy puerca gruñía en un éxtasis insatisfecho, tratando desesperadamente, y sabiendo que nunca podría. Pues nunca había podido.
El Rey del Tibet tenia dolor de tripas. ¡Oh, estar en otro lugar, haciendo otra cosa, solo!
El paisaje exterior temblaba en oleadas de miedo, que irradiaban desde las cimas de las montañas muy lejanas. En las cimas de las montañas, parduscos y marchitos viejos consideraban medios y fines, consideraban ruinas y portentos, consideraban porqués y porconsiguientes... Lo ignoraban todo... y se dedicaban a enviar más miedo a lugares más alejados.
El paisaje temblaba en la noche, comenzando a estremecerse con un terror que era mayor que el miedo que había pasado antes.
—¿Que hora es? —preguntó, y no recibió respuesta.
Hacia treinta y siete años, cuando el Rey del Tibet había sido un muchacho, había un hombre con una pierna, que había sido su padre por corto tiempo, y una mujer con algo de sangre de negro en ella, que le había servido de madre.
—Puedes ser cualquier cosa, Charles —le había dicho—. Lo que prefieras ser. Un hombre puede ser cualquier cosa que desee: el Tío Wiggly, Jomo Kenyatta, el Rey del Tibet, si es que así lo deseas. Blanco o negro, Charles, eso no importa. Tan solo tienes que seguir tu camino, ser bueno y hacer. Eso es lo único que debes recordar.

El Circo Del Ratón, Harlan Ellison