EL ÚLTIMO SUEÑO DE CHUANG TZU

Chuang Tzu soñó que era un elefante. Su altura era enorme y su peso hacía temblar la tierra. Furioso —en el sueño no podía recordar la causa, pero algo de horror se confundía con su ira— embestía contra las ciudades y los hombres, aplastándolos sobre la tierra amarilla. Desde la llanura reconoció que la aglomeración de casas a la que ahora se acercaba era su ciudad.

Entonces despertó. Qué liviano le parecía todo… La luz de la mañana atravesaba las cortinas entre el susurro de la seda y rebotaba sobre las cosas, de vuelta hacia el aire…

En la esquina de la habitación su amanuense había dejado una jarra con agua y un recipiente de plata para enjuagarse la cara. Chuang Tzu se levantó y cruzó el cuarto. Escribiría su sueño, tan real como la vigilia en la que ahora se movía. Se preguntó si, para el propósito de su argumento, no sería mejor reemplazar la imagen del elefante con la de una mariposa, más sutil y memorable: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa, y al despertarse no supo…”

Se sentó. Una tabla de bambú osciló en sus manos. Buscando su pincel, miró hacia atrás. Con cierta alarma observó que las huellas que iban desde la cama hasta su escritorio eran rojas y que las plantas de sus pies estaban manchadas de sangre.

Se miró al espejo. En ese momento un peso enorme cayó sobre él y lo aplastó.


EL ÚLTIMO SUEÑO DE CHUANG TZU, Martín Monreal

Nueva postal desde Phobos, la mayor luna de Marte

La nave de la Agencia Espacial Europea (ESA) Mars Express ha remitido a la Tierra imágenes del sobrevuelo de la luna marciana Phobos realizado el pasado 9 de enero. El paso de la sonda espacial sobre el mayor de los dos satélites de Marte tuvo lugar a una distancia de tan solo 100 kilómetros. Esto ha permitido la obtención de instántaneas de gran detalle de la superficie de este rocoso y amorfo objeto.

La imagen adjunta de Phobos tiene una resolución de 8,2 metros por pixel. Los puntos suspensivos marcan en rojo el punto previsto anteriormente de aterrizaje --y en azul el actual-- de la próxima misión rusa Phobos-Grunt, que investigará sobre el terreno la composición de este cuerpo celeste.


Como la luna terrestre, Phobos siempre muestra la misma cara al planeta rojo, así que gracias a la 'Mars Express' se han podido fotografiar partes de esta luna hasta el momento desconocidas por la comunidad científica.

Los investigadores creen que comparte muchas características con los asteroides de clase 'carbonacea de tipo-C', que sugiere que Phobos pudo formarse a partir de este tipo de cuerpo. Esta misión tiene el objetivo de desentrañar el origen y el proceso de formación del satélite marciano.

El origen de 'Fobos' es un misterio para los expertos. En este sentido, contemplan tres posibles escenarios: que la luna es un asteroide capturado; la segunda es que se formó 'in situ' al mismo tiempo que Marte; y la tercera, que 'Fobos' se formó a partir de restos de escombros de Marte después de que un meteorito chocara contra el planeta rojo.

Fragmento - El Libro del día del Juicio Final

—Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?
—No lo sé. —Ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante—. Solo soy doctora, no técnico. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?
Dunworthy asintió.
—El mejor técnico que tiene Balliol —dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes—.
Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.
Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.
—¡Badri! —llamó Dunworthy.
Badri no dio muestra alguna de haberle oído. Rodeó el perímetro de las cajas y cofres, mirando el medidor. Desplazó una de las cajas ligeramente a la izquierda.
—No te oye —dijo Mary.
—¡Badri! —gritó él—. Necesito hablar contigo.
Mary se levantó.
—No te oye, James. La mampara es a prueba de sonidos.
Badri dijo algo a Latimer, quien todavía sostenía el cofre con cierres de metal.  Parecía asombrado. Badri le quitó el cofre y lo colocó sobre la marca de tiza.
Dunworthy buscó un micrófono. No vio ninguno.
—¿Cómo oíste el discurso de Gilchrist? —preguntó a Mary.
—Gilchrist pulsó un botón ahí dentro —dijo ella, señalando un panel junto a la red.
Badri había vuelto a sentarse ante la consola y hablaba a su oído. Los escudos de la red empezaron a descender. Badri dijo algo más, y volvieron a donde estaban antes.
—Le pedí a Badri que volviera a comprobarlo todo: la red, los cálculos del aprendiz, todo —dijo Dunworthy—. Y que abortara inmediatamente el lanzamiento si detectaba algún error, a pesar de lo que dijera Gilchrist.
—Pero supongo que Gilchrist no pondrá en peligro la seguridad de Kivrin —protestó Mary—. Me dijo que había tomado todas las precauciones...
—¡Todas las precauciones! No ha realizado pruebas de reconocimiento ni comprobaciones de parámetros. Hicimos dos años de lanzamientos no tripulados al siglo XX antes de enviar a nadie. Él no ha hecho ninguno. Badri le dijo que debería retrasar el lanzamiento hasta que pudiera hacer al menos uno, y en vez de eso lo adelantó dos días. Ese tipo es un incompetente total.
—Pero explicó por qué el lanzamiento tenía que ser hoy —alegó Mary—. Dijo que los habitantes del siglo XIV no prestaban atención a las fechas, excepto a las siembras y las cosechas y los días festivos de la Iglesia. Dijo que la concentración de días sagrados era mayor en Navidad, y por eso Medieval ha decidido enviar a
Kivrin ahora, para que pueda utilizar los días de Adviento para determinar su localización temporal y asegurarse de estar en el lugar de recogida el veintiocho de diciembre.
—Enviarla ahora no tiene nada que ver con el Adviento ni las festividades —protestó él, observando a Badri. Volvía a pulsar una tecla cada vez, con el ceño fruncido—. Podría enviarla la semana que viene y usar la Epifanía para la cita de encuentro. Podría hacer lanzamientos no tripulados durante seis meses y luego enviarla haciendo un bucle. Gilchrist la envía ahora porque Basingame está de vacaciones y no se encuentra aquí para detenerlo.
—Oh, cielos —suspiró Mary—. Ya me parecía a mí demasiada prisa. Cuando le pregunté cuánto tiempo tendría que estar Kivrin en el hospital, intentó convencerme de que no sería necesario internarla. Tuve que explicarle que las vacunas necesitaban un tiempo para hacer efecto.
—Un encuentro el veintiocho de diciembre —dijo Dunworthy con amargura—. ¿Te das cuenta de qué festividad es? La celebración de la matanza de los Santos Inocentes. Cosa que, dada la manera en que se está dirigiendo este lanzamiento, puede ser completamente apropiada.

El Libro del día del Juicio Final, Connie Willis

Fragmento - En el oceano de la noche

Encontró uno de los tubos plásticos transparentes, lo estrujó y comió. Jugo de zanahorias. Menú de la NASA, verduras fortificantes y raíces suculentas, y nada de carne abominable. Quienes hayan a reunirse con Dios en su firmamento deberán ser puros de intestinos y no deberán sustentarse con carroña. Alimentad a vuestros hijos con alubias y bayas: es posible que ellos también se remonten a las estrellas. Cuando vuelvan a casa después de una salida olfatead su aliento en busca de rastros aberrantes de perros calientes. Inmundo, inmundo. Además, nadie había descubierto aún cómo criar pollos o vacas en la Luna, de modo que había que resignarse a las habas de soja.
En verdad, tampoco se podía hacer mucho más en la Luna. Estaba bien equilibrar los tomates con la cebada, extrayendo de la grava lunar suficientes proteínas y oxígeno para nutrir una pequeña base, pero regular los aminoácidos y la savia, evitar que se formara moho en las tuberías de acceso, y conservar la arcilla fina y polvorienta era harina de otro costal. Los biólogos optimistas miraban con mala cara sus habas de soja: sin el ciclo diario de sol y mareas, las plantas echaban raíces nudosas y hojas grises, y eran avaras en proteínas. No era fácil batirse con la entropía en un mundo de cielos negros y vientos durmientes.
Las ciudades cilíndricas funcionaban, cultivaban sus alimentos y prosperaban. Pero la Luna, verdaderamente ajena, no. De todas formas, el personal de Hiparco perseveraba, exploraba la Luna en busca de agua y hielo, experimentaba. Tenía un optimismo feroz. Precisamente lo que le faltaba a él, pensó Nigel. Se encogió de hombros, allí donde nadie podía verlo. Ahora la carencia no parecía importar.
Para distraerse meditó y leyó novelas en la pantalla de la cabina, en cuya superficie aparecían los textos que luego se borraban. El módulo estaba bien diseñado, si se pensaba que el tiempo para transformar los planos en artefactos había sido muy escaso. Nigel había llevado consigo un estuche con cuatro cristales mémorex, cada uno de los cuales contenía un libro, y en el primer día de espera había devorado dos, dedicándole una hora a cada uno.
Una frase le llamó la atención:
en una actitud respecto de Ataturk.
Más tarde la recordó, mientras cavilaba sobre la planicie esquistosa del Mare Smythii. Maniobró con las palabras como si fueran expresiones algebraicas, las descompuso matemáticamente en función de las aes y después de las tes. Reordenadas, las palabras comunicaban ambigüedad, incoherencia, una tolerable poesía.
Se preguntó si ése era un hábito neurótico.
Recuerdos de sus lecturas: mujeres que nunca pasaban junto a un poste de alumbrado sin tocarlo; hombres que siempre se balanceaban sobre el pie izquierdo mientras orinaban. Todos ellos compañeros de neurosis, con nervios que saltan en la cuerda floja.
—Su hora proyectada de arranque no ha variado. —Nuevamente Lewis, siete órbitas más tarde.
—¿Qué dice Houston?
—El Snark sigue el rumbo prometido. Desacelera en las condiciones que especifica nuestra trayectoria.
—¿Qué le comunica a Houston?
—Nada inusitado, dicen. El libreto estipula que le transmitan un alud de información apasionante, materiales que el Snark solicitó durante las últimas etapas de su aproximación. Hay que distraerlo para que usted pueda abordarlo.
—Lo sé, ¿pero cuál es esa información?
—¿Qué importa? De todas maneras es falsa.
—¿Cómo?
—Ya no le suministran datos veraces. Houston dice que el Presidente se opuso a ello.
Nigel hizo una mueca.
—No es extraño.
—Para aturdirlo, Nigel, y nosotros le vaciaremos el cerebro.
—Aja.
—Pero recuerde, si le parece que se le va a escabullir, dispare el cohete nuclear. Son órdenes de Houston.
—Claro, ésas son las órdenes de Houston.
—¿Eh? —Un atisbo de sorpresa en la voz.
—Que le metamos el dedo en el ojo.
—No entiendo de qué habla.
—¿Alguna vez se le ocurrió pensar cuántos años debe de tener? —preguntó Nigel, marcando las palabras—. Nuestras vidas son muy cortas. El Snark debe de vernos como si fuéramos bacilos. Eras y dinastías que se extinguen en un instante. Nos mira con su microscopio y toma notas de laboratorio, mientras nosotros tratamos de meterle el dedo en el ojo.
—Ah, sí. Bien, está saliendo de la zona de interferencia radial. Será mejor que nos callemos. Ya he volcado las correcciones en su ordenador.
—Entendido.
En el oceano de la noche, Gregory Benford

Fragmento - Neuromante

-Oye, Case -dijo, apenas dando voz a las palabras-, .me estás escuchando? Te contaré algo... Una vez anduve con un chico. A veces me lo recuerdas... -Se volvió para vigilar el pasillo. - Johnny, se llamaba.
El vestíbulo, bajo y abovedado, tenía docenas de estanterías de museo contra las paredes, cajas con frentes de cristal de aspecto arcaico. Parecían estar fuera de lugar, contra las curvas orgánicas de las paredes del vestíbulo, como si las hubiesen ordenado allí obedeciendo a alguna razón ya olvidada. Opacos apliques de bronce sostenían globos de luz blanca a intervalos de diez metros. El suelo era irregular. Cuando ella echó a andar por el pasillo, Case vio cientos de alfombras y pequeños tapetes puestos en el suelo, como al azar. En ciertos sitios había hasta seis, uno encima del otro; el suelo era una suave colcha de retazos de lana tejida a mano.
Molly prestó poca atención a los armarios y a lo que éstos contenían, lo cual lo irritó; tuvo que contentarse con las miradas poco interesadas de Molly, que le permitieron observar brevemente fragmentos de cerámica, armas antiguas, un objeto con tantos clavos herrumbrados incrustados en él que era irreconocible, pedazos de tapices rasgados...
-Este Johnny, sabes, era inteligente; un chico muy listo. Comenzó su carrera de receptor de datos en Memory Lane: tenía circuitos en la cabeza y la gente le pagaba para esconder allí información. Los Yakuza estaban detrás de él, la noche en que le conocí, y yo me encargué del asesino que ellos habían enviado. Fue más suerte que otra cosa, pero me lo saqué de encima, y después de eso, todo fue dulce y caramelo, Case. -Apenas movía los labios. Case sentía cómo ella formaba las palabras; no necesitaba escucharlas en voz alta.- Armamos un monitor para poder leer las huellas de todo lo que él había almacenado alguna vez. Registramos todo en una cinta y empezamos a controlar a nuestros clientes selectos, exclientes. Yo era agente, guardaespaldas y perro guardián. Me sentía muy feliz. ¿Has sido feliz alguna vez, Case? Él era mi muchacho. Trabajábamos juntos. Socios. Haría unas ocho semanas que yo me había largado de la casa de títeres cuando lo conocí... -Hizo una pausa, dio una brusca media vuelta, y siguió adelante. Más armarios lustrosos de madera; los lados de los muebles eran de un color que le hacía pensar en alas de cucaracha.
»Íntimo, dulce, marchábamos perfectamente. Como si nadie pudiese herirnos. Yo no iba a permitir que eso ocurriera. Supongo que los Yakuza todavía querían el pellejo de Johnny. Porque yo había matado al hombre de ellos. Porque Johnny los había quemado. Y los Yak pueden darse el lujo de ir muy despacio, viejo: son capaces de esperar años y años. Te dan una vida entera, sólo para que cuando vengan a quitártela tengas más que perder. Son pacientes como las arañas. Arañas Zen.
»Entonces, yo no lo sabía. O si lo sabía, pensaba que no seria nuestro caso. Quiero decir... Cuando eres joven, crees que eres único. Yo era joven. Entonces llegaron, cuando nosotros estábamos pensando que tal vez ya habíamos trabajado bastante, que era hora de terminar con todo, irnos a Europa tal vez. Ninguno de los dos sabía bien qué haríamos allá, sin nada que hacer. Pero vivíamos bien entonces, cuentas orbitales suizas, y una madriguera llena de juguetes y muebles. Le quita el gusto amargo a tu trabajo.
»El primero que enviaron era de los mejores. Reflejos increíbles, injertos, más estilo que diez hampones comunes. Pero el segundo era, no sé, como un monje. Un clono. Un asesino de piedra, hasta la última célula. Era parte de él, la muerte, aquel silencio; lo envolvía como una nube... -La voz de Molly se apagó, el corredor se había bifurcado en dos idénticas escaleras descendentes.  Ella fue por la de la izquierda.
»Una vez, yo era una niñita, estábamos ocupando ilegalmente una casa, cerca del Hudson, y las ratas eran enormes. Por los productos químicos que llevaban dentro.  Eran tan grandes como yo; y una noche una de ellas había estado escarbando debajo de la casa donde vivíamos. Cuando ya era casi de madrugada, alguien vino acompañando a un hombre viejo que tenía costuras en las mejillas y los ojos rojos. Traía un paquete de cuero grasiento, como los que se utilizan para guardar herramientas, para que no se herrumbren. Lo abrió: tenía un viejo revólver y tres cartuchos. El viejo puso una bala en el cargador y empezó a caminar de un lado a otro. Nosotros nos quedamos contra las paredes.
»Iba y venía.  De brazos cruzados, cabizbajo, como si se hubiese olvidado del arma. Atento a los ruidos de la rata. No hacíamos ningún ruido. El viejo daba un paso. La rata se movía. La rata se movía, y él daba otro paso. Una hora así, y luego pareció recordar el revólver.  Lo apuntó hacia el suelo, sonrió y apretó el gatillo. Volvió a hacer su paquete y se fue.
»Más tarde me metí debajo del suelo. La rata tenía un agujero entre los ojos. -Molly estaba mirando las puertas selladas que había a intervalos a lo largo del pasillo.- El segundo, el que vino por Johnny, era como aquel viejo. No era viejo, pero era así. Mataba igual que él. -El pasillo se ensanchó.  El océano de suntuosas alfombras ondulaba suavemente bajo una enorme araña de cristal cuyo cairel más bajo llegaba casi al suelo. Un tintineo de cristal cuando Molly entró en el vestíbulo. TERCERA PUERTA A LA IZQUIERDA, titiló el display.

Neuromante, WILLIAM GIBSON

Vendrán las lluvias suaves

En el living, cantaba el reloj con voz: "tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete!" como si temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía.
El reloj continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. "Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!"
En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca.
"Hoy es 4 de agosto de 2026", dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina, "en la ciudad de Allendale, California". Repitió la fecha tres veces para que todos la recordaran. "Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad".
En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos.
"Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!" Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó suavemente: "Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy..." Y la lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.
Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado. Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.
A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala de aluminio los llevo a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron perfectamente secos.
"Nueve y quince", cantó el reloj, "hora de limpiar".
De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras, absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores, volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron. La casa estaba limpia.
"Las diez". Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros de distancia.
"Las diez y quince". Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas, llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.
Quedaban las cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una delgada capa de carbón.
El suave rociador llenó el jardín de luces que caían.
Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado: "¿Quién anda? ¿Contraseña?", y al no recibir respuesta de los zorros solitarios y de los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la paranoia mecánica.
La casa se estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la persiana se levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa!
La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión continuaba, sin sentido, inútil.
"Las doce del mediodía".
Un perro aulló, temblando, en el pórtico de entrada.
La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones, enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.
Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras. De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.
El perro subió corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta, comprendiendo por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había silencio.
Husmeó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba haciendo panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el aroma de la miel.
El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living.
"Las dos", cantó una voz.
Percibiendo delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico...
"Las dos y quince".
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que saltaron por la chimenea.
"Las dos y treinta y cinco".
De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa, en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.
Pero las mesas estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en los paneles de la pared.
"Cuatro y treinta"
Las paredes del cuarto de los niños brillaban.
Aparecían formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una película giraba silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del cuarto parecía una pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el aire cálido y tranquilo las mariposas de delicada textura aleteaban entre los fuertes aromas que dejaban los animales... Había un ruido como de una gran colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el ronroneo perezoso de un león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y el murmullo de la fresca lluvia en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto seco del verano. Luego las paredes se disolvían para transformarse en campos de pasto seco, kilómetros y kilómetros bajo un interminable cielo caluroso. Los animales se retiraban a los matorrales y a los pozos de agua.
Era la hora de los niños.
"Las cinco". La bañera se llenó de agua caliente y cristalina.
"Las seis, las siete, las ocho". La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea, donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un centímetro de ceniza gris en la punta, esperando.
"Las nueve". Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías en esa zona.
"Las nueve y cinco". Habló una voz desde el cielo raso del estudio: "Señora Mc Clellan, ¿qué poema desea esta noche?"
La casa estaba en silencio.
La voz dijo por fin:
"Ya que usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar". Comenzó a oírse una suave música de fondo. "Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorito..."

Vendrán las lluvias suaves y el olor a tierra
Y el leve ruido del vuelo de las golondrinas

El canto nocturno de los sapos en los charcos
La trémula blancura del ciruelo silvestre

Los ruiseñores con sus plumas de fuego
Silbando sus caprichos en la alambrada

Y ninguno sabrá si hay guerra
Ni le importará el final, cuando termine

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,
Si desapareciera la humanidad

Ni la primavera, al despertar al alba,
Se enteraría de que ya no estamos.

El fuego ardía en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza en el cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música. A las diez la casa comenzó a apagarse.
Soplaba el viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la cocina. Un frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en un instante!
"¡Fuego!" gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces continuaban gritando al unísono: "¡Fuego, fuego, fuego!"
La casa trataba de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor rompió las ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.
La casa cedió mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se trasladaba con llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la escalera. Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes, proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared soltaban sus chorros de lluvia mecánica.
Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.
El fuego subía la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de las salas del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.
¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los cortinados!
Luego, aparecieron los refuerzos.
Desde las puertas-trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.
El fuego retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el suelo, matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.
Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía las bombas quedó destrozado.
El fuego volvió a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.
La casa se estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía con el calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire escaldado. "¡Auxilio, auxilio!" "¡Fuego!" "¡Rápido, rápido!"
El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y las voces gemían, "fuego, fuego, corran, corran", como una trágica canción infantil.
Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.
En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río humeante...
Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después de otro. Era una escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas cenizas... y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas, hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de chispas y humo.
En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis panes convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que, devorados por el fuego, ponían a funcionar nuevamente al horno, que silbaba histéricamente...
La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo, el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas, circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy abajo.
Humo y silencio. Gran cantidad de humo.
La débil luz del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared quedaba en pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras salía el sol, iluminando el humeante montón de escombros:
"Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es..."

Vendrán las lluvias suaves, Ray Bradbury

Cuevas gigantes para albergar a los primeros humanos de Marte

Los investigadores consideran que existen buenas razones para situar bajo tierra el desembarco del hombre en Marte. Además de la mayor facilidad para regular la temperatura, el estar rodeado de roca ayuda a mantener la radiación al nivel mínimo.

Entre las primeras ideas para el proyecto colonizador, se ha señalado el cubrir el cráter al nivel del suelo con una superficie aislante, para posteriormente sellarla y llenar el interior con aire. La presión del aire dentro ayudaría a sostener el techo. Podrían cavarse habitaciones en las paredes del pozo para proporcionar más espacio y mejor protección contra las radiaciones, e incluso hacer uso de los yacimientos minerales.

Pozos de hasta 310 metros

Las fotografías muestran dos pozos de, aproximadamente, 180 metros y 310 metros de diámetro, respectivamente. Las imágenes han sido procesadas para revelar los detalles de la superficie dentro de cada cueva. La más pequeña de las dos fosas contiene rocas y sedimentos en sus paredes y una sedimentación de color brillante en el suelo.

Un estudio cuidadoso de las paredes y el suelo, así como de los terrenos que las rodean, podría ayudar a desentrañar la complicada serie de procesos que deben haber sido responsables de su formación y posterior modificación.

Los investigadores piensan que se trata probablemente de cráteres que se formaron al derrumbarse el techo de una cámara de vacío generada por la lava. 


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