Fragmento - En el oceano de la noche

Encontró uno de los tubos plásticos transparentes, lo estrujó y comió. Jugo de zanahorias. Menú de la NASA, verduras fortificantes y raíces suculentas, y nada de carne abominable. Quienes hayan a reunirse con Dios en su firmamento deberán ser puros de intestinos y no deberán sustentarse con carroña. Alimentad a vuestros hijos con alubias y bayas: es posible que ellos también se remonten a las estrellas. Cuando vuelvan a casa después de una salida olfatead su aliento en busca de rastros aberrantes de perros calientes. Inmundo, inmundo. Además, nadie había descubierto aún cómo criar pollos o vacas en la Luna, de modo que había que resignarse a las habas de soja.
En verdad, tampoco se podía hacer mucho más en la Luna. Estaba bien equilibrar los tomates con la cebada, extrayendo de la grava lunar suficientes proteínas y oxígeno para nutrir una pequeña base, pero regular los aminoácidos y la savia, evitar que se formara moho en las tuberías de acceso, y conservar la arcilla fina y polvorienta era harina de otro costal. Los biólogos optimistas miraban con mala cara sus habas de soja: sin el ciclo diario de sol y mareas, las plantas echaban raíces nudosas y hojas grises, y eran avaras en proteínas. No era fácil batirse con la entropía en un mundo de cielos negros y vientos durmientes.
Las ciudades cilíndricas funcionaban, cultivaban sus alimentos y prosperaban. Pero la Luna, verdaderamente ajena, no. De todas formas, el personal de Hiparco perseveraba, exploraba la Luna en busca de agua y hielo, experimentaba. Tenía un optimismo feroz. Precisamente lo que le faltaba a él, pensó Nigel. Se encogió de hombros, allí donde nadie podía verlo. Ahora la carencia no parecía importar.
Para distraerse meditó y leyó novelas en la pantalla de la cabina, en cuya superficie aparecían los textos que luego se borraban. El módulo estaba bien diseñado, si se pensaba que el tiempo para transformar los planos en artefactos había sido muy escaso. Nigel había llevado consigo un estuche con cuatro cristales mémorex, cada uno de los cuales contenía un libro, y en el primer día de espera había devorado dos, dedicándole una hora a cada uno.
Una frase le llamó la atención:
en una actitud respecto de Ataturk.
Más tarde la recordó, mientras cavilaba sobre la planicie esquistosa del Mare Smythii. Maniobró con las palabras como si fueran expresiones algebraicas, las descompuso matemáticamente en función de las aes y después de las tes. Reordenadas, las palabras comunicaban ambigüedad, incoherencia, una tolerable poesía.
Se preguntó si ése era un hábito neurótico.
Recuerdos de sus lecturas: mujeres que nunca pasaban junto a un poste de alumbrado sin tocarlo; hombres que siempre se balanceaban sobre el pie izquierdo mientras orinaban. Todos ellos compañeros de neurosis, con nervios que saltan en la cuerda floja.
—Su hora proyectada de arranque no ha variado. —Nuevamente Lewis, siete órbitas más tarde.
—¿Qué dice Houston?
—El Snark sigue el rumbo prometido. Desacelera en las condiciones que especifica nuestra trayectoria.
—¿Qué le comunica a Houston?
—Nada inusitado, dicen. El libreto estipula que le transmitan un alud de información apasionante, materiales que el Snark solicitó durante las últimas etapas de su aproximación. Hay que distraerlo para que usted pueda abordarlo.
—Lo sé, ¿pero cuál es esa información?
—¿Qué importa? De todas maneras es falsa.
—¿Cómo?
—Ya no le suministran datos veraces. Houston dice que el Presidente se opuso a ello.
Nigel hizo una mueca.
—No es extraño.
—Para aturdirlo, Nigel, y nosotros le vaciaremos el cerebro.
—Aja.
—Pero recuerde, si le parece que se le va a escabullir, dispare el cohete nuclear. Son órdenes de Houston.
—Claro, ésas son las órdenes de Houston.
—¿Eh? —Un atisbo de sorpresa en la voz.
—Que le metamos el dedo en el ojo.
—No entiendo de qué habla.
—¿Alguna vez se le ocurrió pensar cuántos años debe de tener? —preguntó Nigel, marcando las palabras—. Nuestras vidas son muy cortas. El Snark debe de vernos como si fuéramos bacilos. Eras y dinastías que se extinguen en un instante. Nos mira con su microscopio y toma notas de laboratorio, mientras nosotros tratamos de meterle el dedo en el ojo.
—Ah, sí. Bien, está saliendo de la zona de interferencia radial. Será mejor que nos callemos. Ya he volcado las correcciones en su ordenador.
—Entendido.
En el oceano de la noche, Gregory Benford

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