Chuang Tzu soñó que era un elefante. Su altura era enorme y su peso hacía temblar la tierra. Furioso —en el sueño no podía recordar la causa, pero algo de horror se confundía con su ira— embestía contra las ciudades y los hombres, aplastándolos sobre la tierra amarilla. Desde la llanura reconoció que la aglomeración de casas a la que ahora se acercaba era su ciudad.
Entonces despertó. Qué liviano le parecía todo… La luz de la mañana atravesaba las cortinas entre el susurro de la seda y rebotaba sobre las cosas, de vuelta hacia el aire…
En la esquina de la habitación su amanuense había dejado una jarra con agua y un recipiente de plata para enjuagarse la cara. Chuang Tzu se levantó y cruzó el cuarto. Escribiría su sueño, tan real como la vigilia en la que ahora se movía. Se preguntó si, para el propósito de su argumento, no sería mejor reemplazar la imagen del elefante con la de una mariposa, más sutil y memorable: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa, y al despertarse no supo…”
Se sentó. Una tabla de bambú osciló en sus manos. Buscando su pincel, miró hacia atrás. Con cierta alarma observó que las huellas que iban desde la cama hasta su escritorio eran rojas y que las plantas de sus pies estaban manchadas de sangre.
Se miró al espejo. En ese momento un peso enorme cayó sobre él y lo aplastó.
EL ÚLTIMO SUEÑO DE CHUANG TZU, Martín Monreal
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