John Hunter estaba loco.
Decidió que su pequeña morada en un ático de la ciudad había quedado obsoleta. Todas aquellas trampas en el rellano del hall y el rifle de francotirador apostado en el alféizar de la ventana principal del salón estaban llenos de polvo. Ni un solo zombi en varios días. Añoraba el toc-toc y los aporreos de los monstruos en la noche oliendo su sangre viva tras la puerta principal, o el sonido de la SPAS-12 reventando los intestinos de algunos indeseables tras activar la trampa del pasillo que daba a las escaleras del bloque…
Se miró en el espejo cuarteado del baño y observó un rostro que le recordaba más a un fantasma que a una persona cuerda. Decidió que esconderse ya no era divertido. Cogió las cosas más importantes para una salida junto con su gabardina, la SPAS-12 y una mochila repleta de postas, conservas y algo de primeros auxilios, bueno los primeros auxilios los dejó sobre la tele de catorce pulgadas; sabía que curarse resultaba inútil si te mordía alguno de esos cabrones…
Miró una última vez la foto de su familia sobre la cómoda del dormitorio y puso el marco boca abajo antes de colocarse la gorra azul de la marina a la que un día perteneció. Posteriormente salió por la puerta y desapareció por la sinuosa escalera del edificio, con la mirada perdida y el dedo en el gatillo de su recortada. Ahora sí, la sangre de nuevo en sus venas recorriéndolas como un torrente de adrenalina. Caminó durante casi dos horas por las calles bajo la luz chisporroteante de las farolas, ni un alma, esqueletos y carne putrefacta en las aceras…
Él masticaba chicle, uno caducado. Encontró una máquina expendedora con sangre seca sobre las marcas de tabaco y comenzó a golpearla con la culata del arma. Una vez abierta cogió un par de paquetes de Chester y los guardó en la mochila, no sin antes sacar un cigarro... Pero ¿y el mechero? Maldijo su puta mala suerte y tiró el cigarro al suelo. Cogió la recortada y disparó aquél pequeño rollo de hierba hasta que no quedó nada. ¡Toma fuego, toma!
Encontró el primer grupo de muertos tras girar la esquina del cine Mutt, allí estaban tirados tres hijos de puta, comiéndose la pierna de uno de ellos, el pobre cabrón gritaba con todas las jodidas fuerzas que le quedaban, pero al mismo tiempo se estaba comiendo su propio brazo. John no dejó pasar la ocasión y molió a cartuchazos a los tres caníbales y después se dirigió al mutilado, lo miró a los ojos, un cruce de miradas. Casi notó súplica en la expresión de la criatura.
—Te estaban comiendo estos mierdas —le dijo John, con la recortada apoyada al hombro, echando un vistazo a los zombis aniquilados— esto no puede quedar así, te voy a dar de comer. Hunter cogió la pierna de un muerto y la arrancó brutalmente de un tirón, se la hizo comer entera al zombi damnificado, primero metiéndole el pie en la boca, seguidamente contribuyendo con la pierna entera hasta reventarle la mandíbula mientras pasaba la rodilla por la tráquea.
—Que aproveche. El pobre diablo moribundo se desplomó en el suelo con un susurro ronco.
John siguió su camino por la avenida principal, hizo un puente a un todoterreno que estaba en mitad de la carretera y consiguió arrancarlo. “¡De puta madre, tío!”. Salió de la ciudad llevándose por delante a cuantos pudo. Más terrorífica que los muertos era la risa de John, avanzando por la avenida, haciendo saltar los miembros de los zombis por el aire. Tiró por la carretera estatal para encontrarse menos de esas cosas, y quizás evitar una barricada de coches en la autopista.
Todo estaba oscuro pero llegó a su destino tras cuatro horas de quietud en la carretera… “Base Militar de los Estados Unidos”. Se bajó del todoterreno frente al portón principal, que sorprendentemente estaba abierto. John colocó la linterna bajo el cañón del arma, cargó la recortada y sonrió: Fiesta en el cuartel. Entró y pulverizó a dos monstruos que merodeaban por el hall sin rumbo, hizo un reconocimiento con el foco del arma y avanzó por el primer pasillo a la derecha. Él conocía el lugar, pues había sido instruido allí cuando aún existía la humanidad. Encontró el cuadro de mandos que encendía el generador del lugar lo activó y corrió en dirección al almacén, bajo unas luces alógenas chisporroteantes, eliminando a tres indeseables más. Alcanzó la puerta del almacén, aún no habían forzado la entrada al lugar, curioso. Probó con algunas de las contraseñas que recordaba en el sistema de seguridad y acertó a la tercera. Una radiante sonrisa iluminó su rostro demacrado al ver las primeras cajas de M16.
—Ahora sí, hijos de puta, ahora sí.
Joder, ¡No tengo fuego!, Manuel Carlos León Rivera
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