Nuestro héroe cruza la singularidad maldita, el agujero negro o gris, el pasadizo al otro patio, que se encuentra en la esquina de Nicaragua y Arévalo, en el barrio de Palermo, Buenos Aires. Todo puede pasar: sexo, Historia, aventuras, guiso de lentejas o mondongo y Perón y Freud explicando las remeras rotas del Capitán Kirk. A ver si se ponen a leer, holgazanes.
Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida...
La película mostra: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick
—¿Pero no son solamente los especiales quienes hacen ese tipo de trabajo?
—Polokov imita a un especial muy deteriorado. Eso engañó a Dave. Creo que Polokov es tan parecido a un cabeza de chorlito que por eso Dave no lo tomó en consideración. ¿Está usted seguro del test de Voigt-Kampff? ¿Le consta absolutamente, por lo ocurrido en Seattle, que...
—Sí —respondió Rick, sin dar más explicaciones.
—Acepto su palabra —dijo Bryant—Pero no debe haber el menor error.
—Como siempre en la caza de andrillos. Este caso no es distinto.
—El Nexus-6 es distinto.

—Ya he conocido uno —dijo Rick— Y Dave ya ha visto a dos. Tres, si contamos a Polokov. Está bien. Retiraré hoy a Polokov, y quizás esta noche o mañana hable con Dave.
Cogió la copia borrosa, el informe sobre el androide Polokov.
—Otra cosa —agregó Bryant— Un policía soviético de la WPO viene hacia aquí. Llamó mientras usted estaba en Seattle; viaja en un cohete de Aeroflot que ha de llegar dentro de una hora. Su nombre es Sandor Kadalyi.
—¿Qué quiere? —los policías de la WPO no venían con frecuencia a San Francisco.
—La WPO está bastante interesada en los nuevos modelos Nexus-6, tanto como para enviar un observador.
Blade Runner (1982), dirigida por Ridley Scott y protagonizada por Harrison Ford (Rick Deckard), Rutger Hauer, Sean Young, Edward James Olmos y Daryl Hannah, entre otros.
Fragmento

El hombre se detuvo y con una mano esbozó el gesto de echarse hacia atrás el pelo, que ya no era largo. Se lo habían cortado antes del lanzamiento. Pero sin duda lo había olvidado.
—¿Crees algo de lo que ves en la televisión? —dijo, y siguió avanzando, con pausas y vacilante, pero sonriendo ahora. Alargó la mano hacia ella.
«Dios, qué bueno es poder tocarle y sentir sus manos en mí —pensó la joven—. Aún tiene más fuerzas de las que yo creía.»
—Estaba a punto de buscar a alguien —jadeó—. Alguien que te reemplazase.
—Te rompo la cabeza si lo haces —contestó él—. De todas formas no es posible, nadie puede reemplazarme.
—Pero ¿qué pasó con la implosión, al volver? Dicen que...
—Lo he olvidado —contestó él con el tono que solía usar cuando quería decir: no voy a hablar de ello. Este tono la había irritado siempre antes, pero no ahora. Esta vez
se dio cuenta de lo horrible que debía de ser el recuerdo—. Voy a quedarme en tu casa un par de días —continuó él diciendo, mientras avanzaban juntos por el sendero hacia la puerta abierta de la casa, en forma de A—. Quiero decir, si estás de acuerdo. Benz y Crayne se reunirán conmigo más tarde. Quizá esta misma noche. Tenemos mucho que hablar y que calcular.
—Entonces, sobrevivisteis los tres —dijo ella mirando su rostro demacrado—. Nada de lo que dijeron en la televisión... —Comprendió al fin, O creyó comprender—. Era una historia inventada. Por razones políticas o para engañar a los rusos, me imagino. Para que la Unión Soviética crea que el lanzamiento fue un fracaso, debido a vuestra
entrada, al volver...
—No —dijo él—. Un crononauta ruso se reunirá con nosotros, probablemente. Para ayudarnos a calcular lo que ha sucedido. El general Toad dice que hay ya uno en
camino hacia aquí. Ya le han concedido el pase. A causa de la gravedad de la situación.
—¡Dios mío! —exclamó la muchacha, sorprendida—. Entonces, ¿para quién inventaron esa historia?
—Vamos a beber algo primero —dijo Addison—, y luego intentaré explicarte lo que yo sé.
—Lo único que tengo de momento es un poco de brandy californiano.
Addison dijo:
—No importa lo que sea. Bebería cualquier cosa, tal y como me siento.
ALGO PARA NOSOTROS, TEMPONAUTAS, Philip K. Dick
Ubik
—¿Señor Runciter? Siento molestarle. —El técnico encargado del mapa en el turno de noche carraspeó nerviosamente mientras la voluminosa y desaseada cabeza de Glen Runciter emergía hasta llenar por completo la videopantalla—. Hemos recibido noticias de uno de nuestros inerciales. A ver... —Revolvió un desordenado montón de cintas del grabador que recibía las comunicaciones del exterior—. Lo ha comunicado la señorita Dorn; como recordará, le había seguido hasta Green River, Utah, donde...
—¿De quién me habla? No puedo tener siempre en la cabeza qué inercial está siguiendo a qué telépata o a qué precognitor —masculló, soñoliento, Runciter. Se alisó con una mano la ondulada masa de cabello gris—. Vaya al grano y dígame cuál de los de Hollis es el que falta ahora.
—S. Dole Melipone —dijo el técnico.
—¿Cómo? ¿Que Melipone ha volado? No diga tonterías.
—No digo tonterías —aseguró el técnico—. Edie Dorn y otros dos inerciales le siguieron hasta un motel llamado «Los Lazos de la Experiencia Erótica Polimorfa», un complejo subterráneo de sesenta módulos que recibe una clientela de hombres de negocios y furcias. Edie y sus colegas no creían que Melipone estuviera en actividad, pero para asegurarnos mandamos a uno de nuestros propios telépatas, G.G. Ashwood, a que le leyera. Ashwood encontró un verdadero lío envolviendo la mente de Melipone y no pudo hacer nada, así que volvió a Topeka, Kansas, donde ahora rastrea una nueva posibilidad.
Runciter, ya más despierto, había encendido un cigarrillo. Con la mano en el mentón y expresión sombría, seguía sentado mientras el humo del cigarrillo se elevaba a través del objetivo de su extremo del doble circuito.
—¿Seguro que el telépata era Melipone? Según parece, ya nadie sabe qué aspecto tiene exactamente; debe de cambiar de patrón fisonómico una vez al mes. ¿Y de su campo qué hay?
—Le dijimos a Joe Chip que fuese al motel y midiese la amplitud del campo generado allí. Según Chip, se registraba un máximo de sesenta y ocho coma dos unidades de aura telepática que sólo Melipone, entre todos los telépatas conocidos, puede producir. Así que colocamos la identichapa de Melipone en este punto del mapa. Y ahora Melipone... bueno, la chapa... ya no está.
—¿Ha mirado por el suelo o detrás del mapa?
—La identichapa ha desaparecido electrónicamente. El hombre que representa ya no está en la Tierra ni, por lo que sabemos, en ninguna de sus colonias.
—Iré a consultar con mi difunta esposa —dijo Runciter.
—Pero, los moratorios están cerrados. Es más de medianoche.
—No en Suiza —repuso Runciter, sonriendo con una mueca.