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El beso y la Guerra Fría

El coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov no espera sorpresas esa mañana invernal que le ha tocado vivir en París. Es un dormido, y como todo dormido piensa –siente, intuye, sabe– que seguirá en su sueño cosmopolita hasta que sea necesario despertar. Se ha tocado con una típica boina que ha empezado a gustarle y unos anteojos que –aún cuando no quisiera confesárselo– le son cada día más necesarios. Casi ha olvidado, después de cuatro años en París bajo la falsa personalidad de Pierre Vincent, que es un hombre que busca la igualdad entre los hombres, un espía –un militante– de la dictadura del proletariado. Es casi natural: hasta el imprevisible momento en que reciba órdenes no tiene nada que hacer: es un dormido. Pero aún dormido tiene que vivir.
Fiodor Mijailovich ha encontrado una coartada en los museos parisienses: un cuadro por día es una eternidad para esperar el momento de despertar. Hay tantos que, aún durmiendo toda su vida, no tendrá tiempo para preguntas. Fiodor no se pregunta nada esa mañana de 1950. Su rutina le indica los pasos a seguir hasta el Louvre, sin pensar cuáles serán sus pasos –vaya descuido para un espía soviético o de cualquier nacionalidad– ni preguntarse por la existencia de un Ayuntamiento o un café.

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Fragmento - Los cuatro jinetes del Apocalipsis

El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.
—Es la guerra —dijo con entusiasmo—, la guerra que llega...¡Ya era hora!
Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!... ¿Qué guerra es esa?... Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum a Serbia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo, distrayéndolo de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.
—No —insistió ferozmente el alemán—; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá a Serbia, y nosotros apoyaremos a nuestra aliada... ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?...
Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejase en paz.
—Es la guerra —continuó el consejero—, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida a la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión... ¡La guerra! ¡La guerra preventiva!
...
—¿No serán los otros pueblos —preguntó— los que se ven obligados a defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?...
—Tuve el honor de manifestarle, joven —dijo, imitando la cortante frialdad de los diplomáticos—, que usted no es más que un sudamericano, e ignora las cosas de Europa.
No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido.

Los cuatro jinetes del Apocalipsis, VICENTE BLASCO IBÁÑEZ