El coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov no espera sorpresas esa mañana invernal que le ha tocado vivir en París. Es un dormido, y como todo dormido piensa –siente, intuye, sabe– que seguirá en su sueño cosmopolita hasta que sea necesario despertar. Se ha tocado con una típica boina que ha empezado a gustarle y unos anteojos que –aún cuando no quisiera confesárselo– le son cada día más necesarios. Casi ha olvidado, después de cuatro años en París bajo la falsa personalidad de Pierre Vincent, que es un hombre que busca la igualdad entre los hombres, un espía –un militante– de la dictadura del proletariado. Es casi natural: hasta el imprevisible momento en que reciba órdenes no tiene nada que hacer: es un dormido. Pero aún dormido tiene que vivir.
Fiodor Mijailovich ha encontrado una coartada en los museos parisienses: un cuadro por día es una eternidad para esperar el momento de despertar. Hay tantos que, aún durmiendo toda su vida, no tendrá tiempo para preguntas. Fiodor no se pregunta nada esa mañana de 1950. Su rutina le indica los pasos a seguir hasta el Louvre, sin pensar cuáles serán sus pasos –vaya descuido para un espía soviético o de cualquier nacionalidad– ni preguntarse por la existencia de un Ayuntamiento o un café.
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