Heinrich Gimpel echó un vistazo al informe sobre su mesa para comprobar de cuántos marcos del Reich habían recaudado de los Estados Unidos para las bases del Wehrmacht de Nueva York, Chicago y San Luis. Como había pensado, las cifras eran mayores que las de 2009. Bueno, los americanos podrían quejarse, pero aflojarían lo que les correspondía (y en divisa buena, además; nada de esos dólares inflacionistas suyos). En caso contrario, las divisiones panzer se extenderían sobre esas bases y tomarían lo que le pertenecía al Imperio Germano ese año. Y si al mismo tiempo derramaban algo de sangre, los EUA protestarían, pero apenas estarían en posición de devolver el ataque.
Heinrich introdujo las nuevas cifras en su ordenador y luego guardó el estudio en el que había estado trabajando los últimos dos días. El disco duro Zeiss ronroneó con suavidad como si se tragara los datos. Hizo dos copias de seguridad (era un hombre meticuloso y prudente) antes de apagar la máquina. Cuando se levantó de la mesa, se puso el gabán de su uniforme. En los primeros días de marzo en Berlín, el invierno se defendía de la primavera.
Willi Dorsch, quien compartía la oficina con Heinrich, también se incorporó.
—Dejémoslo por hoy, Heinrich —dijo, meneando la cabeza mientras se ponía su propio abrigo—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, en el Oberkommando der Wehrmacht?
—Va a hacer doce años —respondió Heinrich, abrochándose los botones—.¿Por qué?
Su amigo le tiró un dardo alegremente.
—Todo ese tiempo en el alto mando, bonito uniforme incluido, y sigues sin parecer un soldado.
—No puedo evitarlo —dijo Heinrich con un suspiro. Sabía muy bien que Willi tenía razón. Era un hombre alto, delgado y calvo de cuarenta y tantos, con tendencia a arrastrar los pies en vez de desfilar con ellos. Llevaba el abrigo como si fuese de tweed, confeccionado para un afectado profesor inglés. Se puso la gorra alta en un ángulo inclinado y levantó una ceja, para ver la reacción de Willi. Este sacudió la cabeza. Heinrich se encogió de hombros y abrió las manos.
—Tendré que ser marcial por los dos —dijo Willi. Su gorra le confería un distinguido aire de gallardía—. ¿Vais a hacer algo para la cena de esta noche? —
Los dos hombres no vivían lejos el uno del otro.
—En realidad, sí. Lo siento. Lise ha invitado a algunos amigos —dijo Heinrich—. Sin embargo, pronto quedaremos.
—Será mejor que así sea —dijo Willi—. Erika ya empieza otra vez con lo de cuánto te echa de menos. Me estoy poniendo celoso.
—Oh, Quatsch —dijo Heinrich, empleando la mordaz palabra berlinesa para «tonterías»—. Puede que necesite un ajuste de gafas. —Willi era rubio, rubicundo y musculoso, y ninguno de estos deseables adjetivos eran aplicables a Heinrich—. O a lo mejor es solo por mi juego de bridge.
Willi dio un respingo.
—Sabes cómo herir a un tipo, ¿eh? Venga, vamos.
El viento en el exterior de las dependencias militares parecía morder. Heinrich temblaba dentro de su gabán. Apuntó a la izquierda, hacia la Gran Cúpula.
—Los viejos dicen que el tamaño de esa cosa ha revuelto el clima.
—Los viejos siempre se quejan. Es lo que los hace viejos. —Pero la mirada de Willi siguió el dedo de Heinrich. Ambos veían la Gran Cúpula todos los días, pero rara vez la miraban de verdad—. Es grande, vale, ¿pero es lo bastante grande para eso? Lo dudo. —Sin embargo, su voz también dudaba.
—Si me preguntas, es lo bastante enorme para casi cualquier maldita cosa —dijo Heinrich. La Gran Cúpula había sido erigida sesenta años antes, en medio del gran arrebato de triunfo después de que Gran Bretaña y Rusia cayeran ante los planes y los panzers del Tercer Reich. Presumía de una cúpula que alcanzaba los doscientos veinte metros de altura, y tenía más de doscientos cincuenta metros de largo. Cabían dieciséis catedrales de San Pedro dentro de aquel gigantesco monumento a la grandeza de la raza aria. Los ricos de todo un continente conquistado habían pagado la construcción.
La propia cúpula, cubierta de cobre, capturaba la débil luz como una gran colina verde. En la cúspide, en lugar de una cruz, se alzaba un águila germánica con una esvástica en sus garras. Encima del águila, una luz roja se encendía y apagaba como aviso a los aviones que volaban bajo.
El estremecimiento de Willi Dorsch tenía poco que ver con el tiempo gélido.
—Me hace sentir diminuto.
—Es un templo al Reich y al Volk. Se supone que ha de hacerte sentir diminuto —contestó Heinrich—. Comparado con las necesidades de la raza alemana y del
estado, cualquier hombre es diminuto.
—Nosotros les servimos. No ellos a nosotros —concedió Willi. Señaló por encima de la plaza Adolf Hitler hacia el palacio del Führer, en el lado opuesto de
la inmensa plaza cuadrada adyacente a la Gran Cúpula—. Cuando Speer levantó el palacio, estaba preocupado por si su tamaño empequeñecería incluso a nuestro mismísimo Líder. —Y, de hecho, la balconada sobre la alta entrada a la residencia del Führer parecía una idea arquitectónica tardía.
En presencia de mis enemigos, Harry Turtledove
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