Fragmento

El Rey del Tibet estaba haciendo el amor con una gorda blanca.
Se había tirado hacia las profundidades de un túnel de gelatina, milenios antes, y periódicamente, mientras la pistoneaba, un suave conejito blanco y rosa con levita y botines hacía temblar el túnel a su paso, estudiando un reloj de bolsillo que llevaba colgado de una pesada cadena de oro.
La mujer blanca era suave como el sebo, con ojillos negros hundidos bajo prominentes cejas. La muy puerca gruñía en un éxtasis insatisfecho, tratando desesperadamente, y sabiendo que nunca podría. Pues nunca había podido.
El Rey del Tibet tenia dolor de tripas. ¡Oh, estar en otro lugar, haciendo otra cosa, solo!
El paisaje exterior temblaba en oleadas de miedo, que irradiaban desde las cimas de las montañas muy lejanas. En las cimas de las montañas, parduscos y marchitos viejos consideraban medios y fines, consideraban ruinas y portentos, consideraban porqués y porconsiguientes... Lo ignoraban todo... y se dedicaban a enviar más miedo a lugares más alejados.
El paisaje temblaba en la noche, comenzando a estremecerse con un terror que era mayor que el miedo que había pasado antes.
—¿Que hora es? —preguntó, y no recibió respuesta.
Hacia treinta y siete años, cuando el Rey del Tibet había sido un muchacho, había un hombre con una pierna, que había sido su padre por corto tiempo, y una mujer con algo de sangre de negro en ella, que le había servido de madre.
—Puedes ser cualquier cosa, Charles —le había dicho—. Lo que prefieras ser. Un hombre puede ser cualquier cosa que desee: el Tío Wiggly, Jomo Kenyatta, el Rey del Tibet, si es que así lo deseas. Blanco o negro, Charles, eso no importa. Tan solo tienes que seguir tu camino, ser bueno y hacer. Eso es lo único que debes recordar.

El Circo Del Ratón, Harlan Ellison

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