La araña corría hacia él sobre la oscura arena, agitando enloquecida unas patas que parecían tallos. Su cuerpo era un huevo gigante y satinado que temblaba lúgubremente mientras se deslizaba entre aquellos montículos por los que no corría ni un soplo de aire, dejando a su paso una estela de puntos. El hombre se quedó paralizado. Vio el destello venenoso de los ojos de la araña; la vio trepar por un palo que parecía un tronco, alzando su cuerpo sobre unas patas que se movían tan deprisa que apenas eran trazos confusos. Las patas le llegaban a la altura de los hombros. De pronto, a sus espaldas, la llama encajonada en acero cobró vida con un tronido que sacudió el aire, liberando al hombre de su parálisis. Jadeando, giró sobre sus talones y echó a correr. La húmeda arena crujía bajo sus sandalias. Escapó por lagos de luz y se sumergió de nuevo en la oscuridad; su rostro era una máscara de terror. Los rayos del sol arponeaban su camino y las frías sombras lo envolvían. La araña gigante barría la arena, persiguiéndole.
El increible hombre menguante (1957) de Richard Matheson. Dirigida por Jack Arnold. Scott Carey (Grant Williams) y su esposa Louisa (Randy Stuart) pasan un día relajado en el yate de su hermano Charlie (Paul Langton). Cuando Louisa va a buscar unas cervezas, una gigantesca nube radiactiva cubre por completo la embarcación. Unos días después, Scott comienza a preocuparse por su repentina pérdida de peso y estatura. Un film maravilloso, que me provocó más de una reflexión.
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