Fragmento - CÁNTICO POR LEIBOWITZ


En aquel siglo había nuevamente naves espaciales, y las naves estaban tripuladas por imposibilidades peludas que caminaban sobre dos piernas y a las que les crecían mechones de cabello en inverosímiles regiones anatómicas. Eran una especie habladora. Pertenecían a una raza muy capaz de admirar su propia imagen en un espejo e igualmente capaz de cortarse su propio cuello ante el altar de cualquier dios tribal, tal como la deidad del Afeitado Diario. Era un espécimen que a menudo se consideraba, básicamente, una raza de fabricantes de herramientas de inspiración divina; cualquier ente inteligente de Arturo instantáneamente se habría dado cuenta de que eran básicamente una especie de apasionados oradores de banquete.

Era inevitable, era su destino manifiesto, presentían — y no por primera vez — que tal especie avanzaba a la conquista de las estrellas. Para conquistarlas varias veces, si era necesario, y para ciertamente hacer discursos sobre las conquistas. Pero también era inevitable que la especie sucumbiese otra vez a la vieja enfermedad en un nuevo mundo como antes había ocurrido en la Tierra, en la letanía de la vida y en la liturgia especial del hombre: versículos por Adán, respuestas del Crucificado.
Somos los siglos.
Somos los charlatanes y los fanfarrones, y pronto hablaremos de cortarte la cabeza. Somos tu coro de desperdicios, señor y señora, y marcamos el paso detrás de ti, cantando tonadas que algunos creen extrañas.
¡Un, dos, tres, cuat!
¡Izquierda!
¡Izquierda!
Te—ní—a—u—na—bue—na—es—po—sa—pe—ro—él.
¡Izquierda!
¡Izquierda!
¡Izquierda!
¡Derecha!
¡Izquierda!
Wir, como dicen en la vieja patria, marschieren weiter wenn alles in Scherben fällt.
Tenemos tus eolitos y tus mesolitos y tus neolitos. Tenemos tus Babilonias y tus Pompeyas, tus Césares y tus artefactos cromados (impregnados—de—ingrediente—vital).
Tenemos tus sangrientas hachas y tus Hiroshimas. Avanzamos, a pesar del infierno, hacemos...
Atrofia, Entropía y Proteus vulgaris.
Contando chistes obscenos acerca de una granjera llamada Eva y un agente de ventas llamado Lucifer.
Enterraremos a tus muertos y sus reputaciones. Te enterraremos a ti. Somos los siglos.
Nace, pues, respira viento, chilla al golpe del cirujano, busca la virilidad, prueba un poco de bondad, siente dolor, da a luz, lucha un poco, sucumbe.
(Al morir sal silenciosamente por la salida de atrás, por favor.)
Generación, regeneración, otra vez, otra vez, como en un ritual, con investiduras manchadas de sangre y manos sin uñas, hijos de Merlín persiguiendo un resplandor. Hijos también de Eva construyendo para siempre paraísos... y destrozándolos con furia enloquecida porque no resultan ser lo mismo. (¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, un idiota grita su necia angustia en medio de los desperdicios. ¡Pero aprisa! Que el coro lo apague, cantando aleluyas a noventa decibelios.)
Oíd, entonces, el último cántico de los hermanos de la Orden de San Leibowitz, como cantado por el siglo que se tragó su nombre:
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Christie eleison
V: Lucifer ha caído
R: Kyrie eleison, eleison ¡mas!
«Lucifer ha caído»; las palabras cifradas, enviadas eléctricamente a través del continente, eran susurradas en salas de conferencias, donde circulaban en forma de memorandos con el título de «Supreme secretissimo» y eran prudentemente ocultados a la prensa. Las palabras se alzaban como una marea amenazadora detrás de un dique de secreto oficial. Había varios agujeros en el dique, pero quedaban impávidamente obturados por los burocráticos mentores cuyos dedos índices se volvían excesivamente henchidos mientras esquivaban los proyectiles verbales disparados por la prensa.
Cantico por Leibowitz, Walter M. Miller

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