Los melenudos tienen menos seso que el ganado de cuernos largos, y menos capacidad para sostenerse sobre los cuartos traseros. La mayoría de los melenudos perecieron en la guerra atómica, o fueron exiliados a ese corral para vacas enfermas, Circumluna, y a su teta indescriptible, el Saco. ¡A Dios rogando y marihuana fumando! Las batallas de El Álamo, San Jacinto, El Salvador, Sioux City, Schenectady y Saskatchewan...
(Frases entresacadas al azar del libro Cómo soportar y entender a los téjanos: sus fantasías, flaquezas, costumbres tradicionales e ideas fijas, tal como aparecen en sus escritos, Nitty-Gritty Press, Watts-Angeles, Peribluca Capicifa Gerna)
—Hijo, pareces un lejano de esos que han tomado hormonas pero han pasado hambre desde que nacieron. Como si tu mamá, que Lyndon la bendiga, hubiera levantado una pierna y te hubiera dejado caer en una gran bolsa negra, y después no hubieras tenido más que un mendrugo y un vasito de leche al mes.
—Cierto, noble señor. Me criaron en el Saco y soy un flaco —respondí al Gigante Corpulento, con voz semejante a un trueno lejano, que casi me hizo mojar los calzones, pues hasta entonces aquélla había sido de barítono alto.
Tuve la sensación de que estaba dando vueltas en una centrífuga cúbica, a razón de seis agobiantes lunagravs. Podía ver la rotación de la máquina, y la percibí en el oído interno hasta que mis sentidos, poco a poco, se adaptaron. Sobre la misma superficie en que me hallaba había dos gigantes y una giganta con ropas de vaquero, y también tres enanos descalzos, gibosos y morenos, vestidos con pantalón y camisa sucios. Todos ellos se mantenían hábilmente en equilibrio sobre los pies, conduciendo la centrífuga enérgicamente. Mientras tanto, bajo mi capa negra con capucha, yo permanecía encorvado como unos grandes alicates de filigrana de hueso y titanio, y trataba de poner en funcionamiento el motor de la rodilla izquierda de mi dermatoesqueleto. Éste, o corría alocadamente, o no respondía en absoluto a los impulsos mioeléctricos de los músculos
fantasmales de mi pierna izquierda.
Comprendí que el Gigante Corpulento debía de haberme visto sin la capa, puesta ésta, ahora, lo mismo podía ocultar un gordo, bajo y estirado, que a un flaco, alto y encorvado.
Tenía una vaga idea de cómo había desembarcado del «Tsiolkovsky». Cuando los melenudos te drogan para que adquieras aceleraciones de veinticuatro lunagravs, no emplean aspirina, aunque estés aprisionado entre colchones de agua, Pero sabía que fuera de la centrífuga se hallaba la base espacial y ciudad de Yellowknife, Canadá, Tierra.
Los dos extremos de la centrífuga y los dos costados contiguos (pero, ¿cuál era cuál?) estaban cubiertos con un mural de pueril simplicidad, compuesto de enormes vaqueros de color blanco tiza persiguiendo, sobre caballos como elefantes, a diminutos indios de color carmín, montados en caballitos como chihuahuas a través de un paisaje tachonado de cactus. Esta batalla de cucarachas y monstruos llevaba la inmensa firma de «Abuela Aaron». Las figuras y la escena parecían tan impropias de la helada Yellowknife como los trajes de mis acompañantes, que más bien deberían llevar pellizas esquimales y raquetas
para la nieve.
Pero ¿puede un novato, que ha pasado toda su vida en caída libre a unos miles de kilómetros de la madre Luna, opinar sobre las costumbres de la terrible Tierra? La superficie opuesta estaba repleta de cegadores rayos de sol, como un racimo de
estrellas transformándose en novas.
En una de las superficies contiguas había dos aberturas rectangulares adyacentes. Ambas tenían casi un metro de anchura, pero una tenía más de tres metros de altura y la otra menos de metro y medio. En vano me asomé a ellas por si veía pasar velozmente estrellas o segmentos de tierra; los rectángulos no eran sino compuertas que daban a otra parte de la centrífuga. No alcanzaba a comprender por qué había dos, y de forma y tamaño tan diferentes, donde una habría bastado.
Mientras trataba de engatusar al motor de mi rodilla para que funcionara como es debido y sentía en las axilas, los muslos, la entrepierna, etcétera, la cruel presión que los seis lunagravs centrífugos ejercían sobre las bandas de sujeción de mi dermatoesqueleto hundiéndomelas en la piel y los huesos, me preguntaba:
«Si es así como te endurecen en el ascenso a la Tierra, ¿qué aspecto tendrá la superficie desnuda de ese planeta?» Entre tanto hablé en voz alta, con el mismo tono profundo, sepulcral y casi inaudible que tan bien cuadraba con la apariencia de túmulo funerario cubierto de negro que me daba la protuberancia central de mi cabeza encapuchada. Y pedí:
—Tenga la bondad de guiarme al Registro de Reclamaciones Mineras de Yellowknife.
El Gigante Corpulento me miró con condescendencia. Realmente, conducía la centrífuga con serenidad; me asombró su habilidad para manejar con tanta indiferencia una masa por lo menos cinco veces mayor que la mía, dermatoesqueleto incluido. Los
tres enanos gibosos acechaban tras él con aprensión, y el temor les hacía fruncir el entrecejo bajo los grasientos cabellos negros. El Gigante Cuadrado —le bauticé con este nombre porque se distinguía por los hombros puntiagudos y las mandíbulas angulosas, como William S. Hart en los tiempos heroicos del cine— lanzó una mirada suspicaz desde mi abierto equipaje.
La giganta comenzó a alborotar.
(Frases entresacadas al azar del libro Cómo soportar y entender a los téjanos: sus fantasías, flaquezas, costumbres tradicionales e ideas fijas, tal como aparecen en sus escritos, Nitty-Gritty Press, Watts-Angeles, Peribluca Capicifa Gerna)
—Hijo, pareces un lejano de esos que han tomado hormonas pero han pasado hambre desde que nacieron. Como si tu mamá, que Lyndon la bendiga, hubiera levantado una pierna y te hubiera dejado caer en una gran bolsa negra, y después no hubieras tenido más que un mendrugo y un vasito de leche al mes.
—Cierto, noble señor. Me criaron en el Saco y soy un flaco —respondí al Gigante Corpulento, con voz semejante a un trueno lejano, que casi me hizo mojar los calzones, pues hasta entonces aquélla había sido de barítono alto.
Tuve la sensación de que estaba dando vueltas en una centrífuga cúbica, a razón de seis agobiantes lunagravs. Podía ver la rotación de la máquina, y la percibí en el oído interno hasta que mis sentidos, poco a poco, se adaptaron. Sobre la misma superficie en que me hallaba había dos gigantes y una giganta con ropas de vaquero, y también tres enanos descalzos, gibosos y morenos, vestidos con pantalón y camisa sucios. Todos ellos se mantenían hábilmente en equilibrio sobre los pies, conduciendo la centrífuga enérgicamente. Mientras tanto, bajo mi capa negra con capucha, yo permanecía encorvado como unos grandes alicates de filigrana de hueso y titanio, y trataba de poner en funcionamiento el motor de la rodilla izquierda de mi dermatoesqueleto. Éste, o corría alocadamente, o no respondía en absoluto a los impulsos mioeléctricos de los músculos
fantasmales de mi pierna izquierda.
Comprendí que el Gigante Corpulento debía de haberme visto sin la capa, puesta ésta, ahora, lo mismo podía ocultar un gordo, bajo y estirado, que a un flaco, alto y encorvado.
Tenía una vaga idea de cómo había desembarcado del «Tsiolkovsky». Cuando los melenudos te drogan para que adquieras aceleraciones de veinticuatro lunagravs, no emplean aspirina, aunque estés aprisionado entre colchones de agua, Pero sabía que fuera de la centrífuga se hallaba la base espacial y ciudad de Yellowknife, Canadá, Tierra.
Los dos extremos de la centrífuga y los dos costados contiguos (pero, ¿cuál era cuál?) estaban cubiertos con un mural de pueril simplicidad, compuesto de enormes vaqueros de color blanco tiza persiguiendo, sobre caballos como elefantes, a diminutos indios de color carmín, montados en caballitos como chihuahuas a través de un paisaje tachonado de cactus. Esta batalla de cucarachas y monstruos llevaba la inmensa firma de «Abuela Aaron». Las figuras y la escena parecían tan impropias de la helada Yellowknife como los trajes de mis acompañantes, que más bien deberían llevar pellizas esquimales y raquetas
para la nieve.
Pero ¿puede un novato, que ha pasado toda su vida en caída libre a unos miles de kilómetros de la madre Luna, opinar sobre las costumbres de la terrible Tierra? La superficie opuesta estaba repleta de cegadores rayos de sol, como un racimo de
estrellas transformándose en novas.
En una de las superficies contiguas había dos aberturas rectangulares adyacentes. Ambas tenían casi un metro de anchura, pero una tenía más de tres metros de altura y la otra menos de metro y medio. En vano me asomé a ellas por si veía pasar velozmente estrellas o segmentos de tierra; los rectángulos no eran sino compuertas que daban a otra parte de la centrífuga. No alcanzaba a comprender por qué había dos, y de forma y tamaño tan diferentes, donde una habría bastado.
Mientras trataba de engatusar al motor de mi rodilla para que funcionara como es debido y sentía en las axilas, los muslos, la entrepierna, etcétera, la cruel presión que los seis lunagravs centrífugos ejercían sobre las bandas de sujeción de mi dermatoesqueleto hundiéndomelas en la piel y los huesos, me preguntaba:
«Si es así como te endurecen en el ascenso a la Tierra, ¿qué aspecto tendrá la superficie desnuda de ese planeta?» Entre tanto hablé en voz alta, con el mismo tono profundo, sepulcral y casi inaudible que tan bien cuadraba con la apariencia de túmulo funerario cubierto de negro que me daba la protuberancia central de mi cabeza encapuchada. Y pedí:
—Tenga la bondad de guiarme al Registro de Reclamaciones Mineras de Yellowknife.
El Gigante Corpulento me miró con condescendencia. Realmente, conducía la centrífuga con serenidad; me asombró su habilidad para manejar con tanta indiferencia una masa por lo menos cinco veces mayor que la mía, dermatoesqueleto incluido. Los
tres enanos gibosos acechaban tras él con aprensión, y el temor les hacía fruncir el entrecejo bajo los grasientos cabellos negros. El Gigante Cuadrado —le bauticé con este nombre porque se distinguía por los hombros puntiagudos y las mandíbulas angulosas, como William S. Hart en los tiempos heroicos del cine— lanzó una mirada suspicaz desde mi abierto equipaje.
La giganta comenzó a alborotar.
—¡Otra vez va hacia allá! —dijo con voz lastimera—. Intentaré servirle de azafata lo mejor que pueda. AI fin y al cabo, es usted nuestro primer visitante del espacio desde hace cientos de años. Pero se empeña en hablarme con voz atronadora como los demás extranjeros, los terribles rusos velludos y los africanos tamborileros. Y sigue vociferando misterios. En nombre de Jack, ¿dónde está Yellowknife?
Fuera de su traje minifaldero y casi militar de vaquera tenía una larga cabellera rubia, y en su interior grandes senos, o un simulacro de ellos; pero su agitada estupidez refrenaba mi libido y también mi cordura. Recordé que mi padre me decía que las jovencitas que marchaban al frente de las bandas de música habían sido una de las plagas principales de la Tierra, junto con los atletas comunistas de cualquier sexo vestidos de mujer.
—Aquí —grité con voz estruendosa a través de la capucha—. Justamente aquí, donde el «Tsiolkovsky» me desembarcó en órbita directa desde Circumluna. A propósito: no soy ruso, sino de ascendencia anglosajona, si bien es verdad que en Circumluna hay tantos rusos como americanos.
Un fantasma recorre Texas, Fritz Leiber
—Aquí —grité con voz estruendosa a través de la capucha—. Justamente aquí, donde el «Tsiolkovsky» me desembarcó en órbita directa desde Circumluna. A propósito: no soy ruso, sino de ascendencia anglosajona, si bien es verdad que en Circumluna hay tantos rusos como americanos.
Un fantasma recorre Texas, Fritz Leiber
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