Afortunadamente, poco antes de anochecer nos amarramos firmemente los cuatro a los restos del cabrestante, tumbándonos de este modo sobre la cubierta lo más aplastados posible. Esta precaución fue lo único que nos salvó de la muerte. De todas maneras, estábamos más o menos aturdidos por el inmenso peso de agua que nos cayó encima, y que no nos arrastró hasta que estuvimos casi exhaustos. Tan pronto corno pude recobrar el aliento, llamé en voz alta a mis compañeros. Pero sólo contestó Augustus, diciendo: ¡ Todo se ha acabado para nosotros! ¡ Dios tenga misericordia de nuestras almas! Poco a poco, los otros dos fueron recobrando el habla y nos exhortaron a tener ánimos, pues aún había esperanzas, sabiendo que era imposible que el bergantín se hundiese, debido a la naturaleza del cargamento y porque, además, parecía probable que la tempestad amainase por la mañana. Estas palabras me reanimaron; por extraño que parezca, aunque era obvio que un barco cargado de barricas de aceite vacías no puede sumergirse, yo había tenido hasta este momento tan confusa la mente, que no había caído en la cuenta, y el peligro que había temido más durante aquellas horas era el de que nos hundiésemos. Al renacer la esperanza en mi corazón, aproveché todas las ocasiones para afianzar las ligaduras que me sujetaban a los restos del cabrestante, y en esta ocupación no tardé en descubrir que mis compañeros también estaban ocupados en lo mismo. La noche era muy oscura, y no intento describir el caos y el horrible lúgubre estruendo que nos rodeaba. La cubierta se hallaba al nivel del agua, o más bien estábamos rodeados de altas crestas de espuma, parte de las cuales rompían a cada instante sobre nosotros. No sería exagerado decir que no teníamos la cabeza fuera del agua más que un segundo de cada tres. Aunque estábamos muy juntos, ninguno de nosotros podía ver a otro, ni siquiera nada de la parte del bergantín, sobre la cual éramos tan impetuosamente zarandeados. A intervalos, nos llamábamos unos a otros, intentando mantener viva la esperanza y dar consuelo y valor a quien más necesidad tenía de ello. La débil situación de Augustus le hacía objeto de la solicitud de todos nosotros; y como suponíamos que la herida en el brazo derecho había de imposibilitarle para sujetar sólidamente su amarra, nos figurábamos a cada instante que iba a ser arrastrado por las olas, y prestarle socorro era algo absolutamente imposible. Afortunadamente, se encontraba en el sitio más seguro, pues la parte superior de su cuerpo se cubría con un trozo de cabrestante roto, y las aguas, antes de caerle encima, perdían gran parte de su violencia. En cualquier otra posición que no fuese aquélla (en la que había quedado accidentalmente después de haberse atado él mismo en un sitio muy expuesto), hubiese perecido infaliblemente antes del amanecer. Debido a que el bergantín se hallaba muy echado hacia la banda, estábamos menos expuestos a ser arrebatados por las olas, como hubiese sucedido en otro caso. Como he dicho antes, el barco se inclinaba hacia babor, pero la mitad de la cubierta estaba constantemente bajo el agua. Por eso las olas, que entrechocaban por estribor, rompían contra el costado del barco, alcanzándonos solamente algunas rociadas de agua, mientras yacíamos tendidos boca abajo; por el contrario, las que venían por babor, las que se llaman olas de remanso, porque caen por la espalda. no podían cogernos con bastante ímpetu, a causa de nuestra posición, no tenían fuerza suficiente para soltarnos de nuestras amarras. En tan espantosa situación permanecimos hasta que alumbró el día, mostrándonos con todo detalle los horrores que nos rodeaban. El bergantín era un simple tronco que rodaba a merced de las olas; la tempestad no había cedido sino para soplar con la fuerza de un huracán, y parecía que no podíamos esperar salvación alguna terrenal. Durante varias horas permanecimos en silencio, esperando a cada momento que se rompieran nuestras amarras, que los restos del cabrestante irían por la borda, o que algunas de las enormes olas que rugían en todas direcciones alrededor y por encima de nosotros sumergiese de tal modo el casco, que nos ahogásemos antes de volver a la superficie.
Las aventuras de Arthur Gordon Pym, Edgar Allan Poe
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