Sabe que tiene que irse.
-Apure, profesor -llaman desde afuera.
-Ya voy. -Ajusta la lente del telescopio y sigue mirando. Contra el negro de la nada los rayos se descomponen en mil colores.
La luz. Siempre la misma y sin embargo distinta. El hombre la contempla con ojos de enamorado.
Y el calor.
Hasta ayer, con una toalla grande y gesto indiferente, secaba el sudor que corría por su cara, por su cuerpo. Hoy ya ha renunciado al intento de mantenerse seco. Al esfuerzo de tomar notas también.
-No queda mucho tiempo -insiste la misma voz, ya lejana.
Mira en derredor. Instrumentos de laboratorio y algunos efectos personales. Amados objetos que debe abandonar. El saxo de su padre. "Esta es una familia de músicos, el científico es nuestra oveja negra", bromeaba, orgulloso, el viejo. También está la pintura. Lara, preciosa como era. Viva.
Su equipaje ya ha sido cargado.
-Sólo lo imprescindible, profesor, menos, si puede. Usted comprende -él entiende perfectamente.
Las diez de la noche. Sale al horno que es la calle. Cierra con llave. ¿Para qué? Nadie se queda. En pocos días quedará nada.
Aún peor que la temperatura es el silencio. La ciudad ya ha sido evacuada. La ciudad y el mundo.
Quita el cerrojo que acaba de poner, abre la puerta, se sienta en el suelo bajo el marco.
Aguarda un rato.
De pronto, ciento veinte segundos de ruido ensordecedor. Luego, la más absoluta calma. La nave ha despegado en el horario previsto.
Pasan un par de perros, ahora sin dueño, desorientados.
Mira el cielo. En una hora, a los sumo dos, no será necesario el telescopio. Se podrá observar un bello espectáculo a simple vista.
El Sol continúa agigantándose.
No cree estar solo. En algún lugar del planeta habrá otro ser humano que, como él, haya decidido quedarse a esperar el amanecer en casa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario