Por un instante, mientras recorría con la vista aquella fabulosa ciudad, algo parecido a un sentimiento de terror, le dejó sobrecogido. ¿Qué haría entonces?
Enrojecido por la neblina, el sol se ocultaba ya tras un Centro cuya gigantesca mole oscura contrastaba contra el cielo, donde los diversos ingenios aéreos de la época se entrecruzaban como moscas de agua. La totalidad del horizonte se hallaba poblado de enormes torres y colosales construcciones. Koskinen comprobó que la proximidad del gran Centro, era sólo una ilusión de sus sentidos. Los grandes edificios se hallaban aparte y a distancia, separados y rodeados por un enjambre de almacenes, factorías y casas de habitación de corte modesto. Los túneles de transporte urbano se entretejían por doquier rugiendo con el inmenso tráfico de las calles, brillando los vehículos con los últimos rayos del sol poniente. A nivel más bajo, aún se advertía una enmarañada red de calles, cintas transportadoras y monorrieles. En las primeras sombras del atardecer y bajo los muros, las luces acababan de encenderse, uniéndose al parpadear de las del tráfico rodado, las de las ventanas, las lámparas de alumbrado de las aceras y trenes. El silencio en aquella habitación a cien
pisos de altura sobre el suelo, convertía el espectáculo en algo irreal, como un reflejo de un planeta extraño.
Bruscamente, Koskinen cerró el noticiario que se le proyectaba en una de las pareces de la habitación. No le gustaban en absoluto los discos que se le ofrecían, ni incluso las danzas de Hawai, ni los bailes de última moda de los cabarets de París que tanto le habían fascinado aquella mañana.
«Mejor es dejarse de sombras —pensó—. Deseo algo que pueda tocar, paladear y oler con mis propios sentidos. ¿Como qué, por ejemplo?»
Allí tenía las propias facilidades que le brindaba el hotel, en el jardín las piscinas, el gimnasio, los bares, restaurantes y casi todo lo que pudiera elegir para comprar o alquilar. Podía permitirse el lujo de tomarlo todo de primera categoría, con la paga de cinco años en el bolsillo.
Además, allí estaba la propia superciudad en sí misma, con sus infinitos atractivos. Podía muy bien tomar una estratonave que le condujese rápidamente a cualquier ciudad occidental del país, o alquilar un aparato rápido y trasladarse a cualquier parque nacional y pasar la noche junto a un lago o un hermoso bosque. O...
¿Qué? —se preguntó a sí mismo—. Puedo pagarlo todo, excepto la compañía de un amigo. Y... ¡Dios Santo! He perdido ya así veinticuatro horas. Ahora comprendo lo triste y solitario que es tener que pagarlo todo...
Se aproximó al teléfono. «Llámame —le había, dicho Dave Abrams— al edificio de Centralia, en Long Island. Aquí tienes el número de mi teléfono. Nuestra casa siempre cuenta con un sitio para alguien más y Manhattan sólo está a unos cuantos minutos más allá, con agradables lugares para pasarlo bien. Por lo menos, así era hace cinco años. Estoy seguro que puedo asegurarte, al menos, los estupendos pasteles de queso que hace mi madre».
Koskinen dejó caer la mano. Todavía no. La familia Abrams tenía derecho a su vida privada y necesitaba tiempo para conocer a su hijo. Media década en un planeta extraño podría haberle cambiado mucho. El representante del Gobierno que había acudido a esperarles en el Aeropuerto Goddard, había notado lo excesivamente tranquilo que parecía, como si toda la quietud de Marte se hubiera infiltrado en su espíritu. Por otra parte, su propio orgullo le impedía hacerlo. No tenía derecho a interrumpir la vida amable de sus semejantes, como si se encontrase en la Tierra igual que un niño perdido en el bosque.
En condiciones similares se hallaba frente a sus demás compañeros de tripulación. Sólo que ellos tenían una ventaja sobre él. Todos eran mayores en edad y tenían sus hogares y parientes. Había incluso dos que se habían casado. Pero Koskinen no tenía a nadie. La catástrofe de la guerra había hecho desaparecer su casa, allá al norte de Minnesota, donde había vivido de niño. El Instituto se hizo cargo del pequeño huérfano de ocho años y le había llevado interno a un orfanato donde se había criado y educado con varios centenares más, igualmente seleccionados con un alto coeficiente de inteligencia, previos los tests oportunos. Fue algo duro. No es que la escuela en sí fuese mala, puesto que hicieron lo imposible por suplirle la falta de su familia, ya que el país necesitaba desesperadamente un gran número de mentes bien entrenadas y a una prisa loca. Koskinen obtuvo su grado de licenciado en Ciencias Físicas a la edad de dieciocho años, y un título menor de Ciencias Simbólicas. En el mismo año, las autoridades astronáuticas aceptaron su solicitud para la novena expedición a Marte, la única que permanecería el tiempo suficiente para aprender decididamente algo
sobre los marcianos, y para tal destino salió embarcado en seguida.
Escudo invulnerable, Poul Anderson
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