Desde niño mostró una especial sensibilidad por los seres delicados y dignos que poblaban los relatos ilustrados de su solitaria infancia. Unicornios, sirenas, dragones y centauros suplieron el bullicio propio de las familias numerosas y fueron una inmejorable compañía para el único hijo de la familia Costa-Formiga.
Más tarde se interesó por los dinosaurios y conoció a los habitantes de las más remotas mitologías. Fue creciendo mientras su biblioteca se expandía como una ameba que extiende sus seudópodos, y él se dejó fagocitar, encantado por las historias sobre otros universos que le envolvían y ocupaban todos los rincones de su alma. Es comprensible, pues, que sus parientes se sorprendieran cuando se enteraron que quería ingresar en la Facultad de Biología. Al principio lo tomaron como otra de sus muchas excentricidades, pero tras recapacitar unos segundos concluyeron que, una vez agotado el tema de los seres fantásticos, no estaba de más que dejase entrar en su cabeza un poco de realidad. Inmediatamente siguieron con sus ocupaciones.
Se especializó en zoología, y se dedicó con pasión a la desagradecida tarea de catalogar y recuperar insólitas especies de ranas, tortugas, tritones, insectos y simios abocados a una inminente extinción.
Compaginó, durante casi cincuenta años, la alta investigación en dinámica de ecosistemas con la divulgación pragmática (y en ocasiones oportunista) de los efectos devastadores de tanta desaparición. Aunque con su empeño logró prolongar unos años la presencia en la tierra de algunos de los animales, la larga lista prendida en la pared de su despacho iba disminuyendo, y muchas de las especies a las que trató de salvar desaparecieron definitivamente a lo largo de su dilatada y prestigiosa carrera. Cada vez que había una baja en la lista, el doctor Costa-Formiga colgaba una fotografía del animal extinguido en una vitrina en la que, a modo de mausoleo, posaban los animales que no pudieron ser.
No había día en el que no se avergonzara de pertenecer a una especie tan depredadora y codiciosa como la suya. Cada fotografía que accedía a la vitrina era una inyección de adrenalina que impulsaba al doctor a investigar más a fondo los factores de estrés en los sistemas naturales, a escribir más artículos, a participar en más foros internacionales y a viajar allá donde su presencia fuera requerida. La rabia actuó como el acicate más potente contra cualquier atisbo de pereza y le convirtió —sin él quererlo— en la mayor eminencia del mundo sobre animales en peligro de extinción. Solamente en su vejez —cuando la vitrina ya tenía demasiadas capas de fotografías y apenas recordaba el aspecto de los primeros animales que colocó— esa rabia dio paso a una creciente melancolía.
La Academia de las Ciencias quiso concederle, cuando ya era un anciano y él mismo podía ser considerado un ser en peligro de desaparición, el máximo galardón en reconocimiento a una vida dedicada a la ciencia y a la conservación de la biodiversidad del planeta.
Lo podemos ver, frágil y hermoso como una pieza de porcelana, acercándose con paso lento al estrado para leer el discurso de agradecimiento. La palidez de su piel casi transparente contrasta con el terciopelo azulado de su frac.
El anciano se detiene ante el micrófono y, sin prisas, observa a la audiencia. No puede evitar una sonrisa al pensar en un gran arrecife repleto de focas monje. Los miembros de la Academia, los científicos y las demás autoridades también sonríen, ayudándole a visualizar la imagen al enseñar levemente los colmillos.
Tras un suave carraspeo comienza a leer el discurso, con mano temblorosa pero voz firme. Un discurso corto pero ancho, tan ancho que caben todos.
Tras dar las gracias por el premio empiezan a desfilar por entre sus palabras una larga procesión de seres que ya no existen. Nombra, como si fuera un segundo Noé tratando de llenar su arca, a los animales que querría llevarse con él. Los llama por su nombre y ellos, sumisos, entran en la sala y la recorren.
En primer lugar un recuerdo emocionado y en clave de vergonzosa disculpa para algunos de los últimos expulsados: el delfín de río chino y el coqui dorado.
A continuación, un réquiem en memoria de los ya casi legendarios bisontes, dodos y tigres de Tasmania. También menciona en voz baja —para evitar que se acerquen y desbaraten la comida de gala— a dinosaurios y mamuts.
Por último —y con la libertad que otorga el no tener ya nada más que perder— un gutural y lacerante reclamo sale de su garganta.
Se oye un extraño rumor de pasos y batir de alas que crece desde el suelo. Una legión de sirenas, faunos, dragones y arpías se deslizan por entre los comensales para acudir gozosos a su llamada y rodearle. Un minotauro y un Yeti clausuran el desfile.
Para cerrar el discurso ninguna mención a la universidad, a los políticos ni a los investigadores que le escuchan con los colmillos ahora escondidos y los ojos muy abiertos. Solamente una caricia en el hocico del unicornio que se ha sentado a su izquierda.
EXTINCIÓN INMINENTE - Paz Monserrat Revillo
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