Fragmento - ESA HORRIBLE FORTALEZA

Así, Frost, cuya existencia negaba Frost, vio su cuerpo entrar en la antecámara y detenerse súbitamente ante la vista del cadáver desnudo y sangriento. La reacción química llamada shock se produjo. Frost se inclinó, dio vuelta al cuerpo y reconoció a Straik. Un momento después, sus relucientes lentes y su barbita en punta se asomaban a la cámara de la Cabeza. Apenas se dio cuenta de que Wither y Filostrato yacían allí, muertos. Su atención fue atraída por algo más serio. La repisa donde debía estar la cabeza estaba vacía; el anillo de metal, retorcido; los tubos de goma, arrancados y rotos.
Entonces vio una cabeza en el suelo, y se inclinó para examinarla. Era la de Filostrato. De la cabeza de Alcasan no encontró rastro, salvo un montón de huesos rotos al lado de donde estaba la de Filostrato.
Siempre sin preguntarse qué haría, ni por qué, Frost se dirigió al garaje. El lugar estaba vacío y silencioso; la tierra se hallaba cubierta de una espesa capa de nieve. Volvió a subir con todos los bidones de bencina que pudo transportar. Amontonó todas las materias inflamables que se le ocurrieron en la Habitación Objetiva. Entonces se encerró en ella y cerró la puerta exterior de la antesala. La fuerza que le ordenaba estas acciones le mandó entonces meter la llave en el tubo acústico que comunicaba con el corredor.
Cuando la hubo empujado hasta donde llegaban sus dedos, cogió un lápiz y la metió todavía más adentro. Oyó el sonido metálico de la llave que caía sobre los ladrillos del corredor. La fatigosa ilusión, su conciencia, gritaban en son de protesta; su cuerpo, aunque hubiese querido, no tenía la facultad de escuchar estas protestas. Como la figura ornamental que había decidido ser, su cuerpo rígido, ahora terriblemente frío, volvió a la Habitación Objetiva, vertió los bidones de bencina y arrojó un fósforo encendido al montón. Hasta entonces no pudo sospechar que la muerte misma podía, después de todo, no curarle la ilusión de ser un alma, como podía no probar tampoco la entrada en un mundo donde esta ilusión se encoleriza, infinita e incontrolada. Se le ofrecía una escapada para su alma, si no para su cuerpo. Era capaz de ver (y simultáneamente se negaba a reconocerlo) que se había equivocado desde el principio, que existían las almas y la responsabilidad personal. Lo veía a medias, pero odiaba por entero. La tortura física de morir abrasado no era quizá mayor que el odio que sentía por ello. Con un supremo esfuerzo, se refugió en esta ilusión. Y en aquella actitud se apoderó de él la eternidad de la misma forma que la salida del sol de los viejos cuentos se apodera de los gnomos para transformarlos en inmutables piedras.

ESA HORRIBLE FORTALEZA, C. S. Lewis

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