Coeurl merodeaba sin pausa. La noche oscura, sin luna, casi sin estrellas, se resistía ante el alba rojiza y lúgubre que se arrastraba por la izquierda. Era una luz vaga que no daba ninguna sensación de calor. Poco a poco, esa luz fue mostrando un paisaje de pesadilla.
Alrededor de Coeurl cobraron forma unas piedras negras, melladas, y una llanura negra y sin vida. Por encima del horizonte grotesco miraba un sol rojo pálido. Unos dedos de luz hurgaban entre las sombras y aún no había rastros de la familia de criaturas de id que llevaba siguiendo casi cien días.
Finalmente se detuvo, enfriado por la realidad. Sus enormes patas delanteras se sacudieron con un movimiento que arqueó cada afilada garra. Los gruesos tentáculos que le salían de los hombros ondularon, tensos. Torció la voluminosa cabeza de gato a un lado ya otro, mientras los zarcillos parecidos a pelos que formaban cada oreja vibraron frenéticamente, probando cada brisa, cada latido en el éter.
No hubo respuesta. No sentía ningún cosquilleo en el complejo sistema nervioso. No había ningún indicio de la presencia de las criaturas de id, su única fuente de alimento en ese planeta desolado. Desesperado, Coeurl se agazapó, una enorme figura felina recortada contra la línea débil y rojiza del horizonte, como un deforme grabado de un tigre negro en un mundo sombrío. Lo que más lo mortificaba era que había perdido el contacto con ellas. Tenía un equipo sensorial que normalmente podía detectar id orgánico a kilómetros de distancia. Admitía que él ya no era normal. Su repentina imposibilidad de mantener aquel contacto indicaba una crisis física. Era la enfermedad mortal de la que había oído hablar. Siete veces en el último siglo había encontrado coeurls demasiado débiles para moverse, con los cuerpos normalmente inmortales consumidos y condenados por la falta de alimento. Entonces, con avidez, les había aplastado los cuerpos entregados y les había sacado todo el id que aún los mantenía con vida.
Coeurl se estremeció de entusiasmo recordando esas comidas. Entonces lanzó un gruñido audible, un sonido desafiante que vibró en el aire y sonó y resonó entre las piedras mientras le recorría los nervios de la espalda. Era una expresión instintiva de su voluntad de vivir.
Y de repente se puso tieso. Por encima del lejano horizonte vio un punto diminuto que brillaba. El punto se acercó. Creció rápidamente y fue una enorme pelota de metal que se transformó en una nave gigantesca y redonda. El inmenso globo, brillante como plata bruñida, pasó silbando por encima de Coeurl, reduciendo la velocidad de manera visible. Se alejó sobre unas negras colinas que había por la derecha, flotó casi inmóvil durante un segundo y después descendió perdiéndose de vista.
Coeurl salió disparado de su asustada inmovilidad. Con velocidad felina, bajó corriendo entre las piedras. En sus ojos redondos y negros ardía un deseo desesperado. Los zarcillos de las orejas, a pesar de la falta de energías, vibraron recibiendo un mensaje de id en tales cantidades que las punzadas de hambre hicieron que le doliera el cuerpo.
El sol distante, ahora tirando a rosa, estaba alto en el cielo púrpura y negro cuando Coeurl se arrastro saliendo de entre unas piedras y miró desde las sombras las ruinas de la ciudad que se extendía allá abajo. La nave plateada, a pesar de su tamaño, parecía pequeña ante la enorme extensión de la ciudad desmoronada y desierta. Pero alrededor de la nave había una sensación de vida contenida, una inactividad dinámica que, después de un rato, empezó a destacarse, dominando el primer plano. La nave descansaba en una cuna hecha por su propio peso en la llanura rocosa y resistente que empezaba bruscamente en las afueras de la metrópoli muerta.
Coeurl observó a los dos seres bípedos que habían salido del interior de la nave. Andaban cerca del pie de una escalera mecánica que habían hecho descender desde una abertura brillantemente iluminada a unos treinta metros por encima del suelo. La necesidad perentoria engrosó la garganta de Coeurl. El impulso de salir corriendo y aplastar a esas criaturas de aspecto endeble le oscurecía el cerebro.
Unos jirones de recuerdo detuvieron ese impulso cuando todavía no era más que electricidad corriéndole por los músculos. Era un recuerdo del pasado distante de su propia raza, de máquinas que podían destruir, de energías más potentes que todas las
fuerzas de su propio cuerpo. El recuerdo enveneno los depósitos de su fortaleza. Tuvo tiempo de ver que los seres llevaban algo puesto encima de sus cuerpos verdaderos, un material brillante y transparente que relucía y destellaba bajo los rayos del sol. La astucia permitió a Coeurl entender la presencia de aquellas criaturas. Aquello, razonó por primera vez, era una expedición científica que venía de otra estrella. Los científicos investigarían y no destruirían. Los científicos se abstendrían de matarlo si no los atacaba. Los científicos, a su manera, eran tontos. Envalentonado por el hambre, salió del escondite. Vio que las criaturas advertían su presencia. Se volvían hacia él y miraban. Las tres que estaban más cerca de él regresaron despacio hacia grupos más grandes. Un individuo, el más pequeño de su grupo, sacó una barra opaca de metal de una funda que llevaba en el costado del cuerpo y la sostuvo con tranquilidad en una mano. Ese acto alarmó a Coeurl, que sin
embargo siguió corriendo. Era demasiado tarde para volver. Elliott Grosvenor se quedó donde estaba, detrás de todo, cerca de la escalera. Se estaba acostumbrando a quedarse en segundo plano. Como único nexialista a bordo del Beagle Espacial, durante meses había sido ignorado por especialistas que no entendían bien qué era un nexialista ya los que tampoco les importaba demasiado. Grosvenor tenía planes para rectificar eso. Hasta el momento no se había presentado la oportunidad. El comunicador que llevaba en la cabeza del traje espacial se activó de repente. Por él se oyó la suave risa de un hombre
que dijo:
- Yo, personalmente, no me voy a arriesgar con algo tan grande.
Grosvenor reconoció la voz de Gregory Kent, director del departamento de química.
Hombre de poca estatura, Kent tenía gran personalidad. En la nave contaba con numerosos amigos y partidarios, y ya había anunciado su candidatura a director de la expedición para las siguientes elecciones. De todos los hombres que estaban ante el
monstruo que se iba acercando, Kent era el único que había sacado un arma. Ahora acariciaba el largo y delgado instrumento de metalita.
Se oyó otra voz. El tono era más grave y más relajado. Grosvenor reconoció que era la voz de Hal Morton, director de la expedición.
- Ésa es una de las razones por la que está en este viaje - dijo Morton -. Porque deja muy pocas cosas libradas al azar.
Grosvenor vio que Morton se adelantaba, colocándose un poco por delante de los demás. Su cuerpo fuerte se destacaba, enfundado en el traje transparente de metalita.
Desde aquella posición, el director miró cómo se acercaba la bestia felina por la llanura de piedras negras. Los comentarios de otros jefes de departamento golpetearon en las orejas de Grosvenor a través del comunicador.
- No me gustaría nada encontrarme con esa criatura en un callejón una noche oscura.
- No diga tonterías. Es obvio que se trata de un ser inteligente. Quizá un miembro de la raza dominante.
- Su desarrollo físico - dijo una voz que Grosvenor identificó como perteneciente a Siedel, el psicólogo - sugiere una adaptación de tipo animal a su medio ambiente. Por otra parte, venir hacia nosotros como lo está haciendo no es el acto de un animal sino de un ser inteligente que sabe de nuestra inteligencia. Ustedes pueden advertir lo agarrotados que son sus movimientos. Eso denota cautela y conciencia de nuestras armas. Me gustaría observar bien las terminaciones de esos tentáculos de los hombros. Si consisten en apéndices, manos o ventosas, podemos empezar a suponer que desciende de los
habitantes de esta ciudad. - Hizo una pausa -. Sería muy útil establecer comunicación con él. Pero a simple vista yo diría que ha degenerado hasta un estado primitivo.
Coeurl se detuvo cuando aún estaba a tres metros de los seres más cercanos. La necesidad de id amenazaba con abrumarlo. Su cerebro flotó hasta el feroz filo del caos, donde le costó un terrible esfuerzo detenerse. Sentía como si tuviera el cuerpo bañado por un líquido fundido. La visión era cada vez más borrosa.
La mayoría de los hombres se acercaron. Coeurl vio que lo estaban examinando con franca curiosidad. Movían los labios dentro de los cascos transparentes que llevaban puestos. Su forma de intercomunicación - suponía que era eso lo que sentía - le llegaba en una frecuencia que estaba dentro de su capacidad de recepción. Los mensajes eran ininteligibles. En un esfuerzo por parecer amistoso, transmitió su nombre desde los zarcillos de las orejas, señalándose al mismo tiempo con un tentáculo.
Una voz que Grosvenor no reconoció dijo arrastrando las palabras:
- Morton, cuando movió esos pelos oí una especie de estática en mi radio. ¿Cree usted que...?
El uso por parte de Morton del nombre de quien había hablado, lo identificó. Gourlay, jefe de comunicaciones. Grosvenor, que estaba grabando la conversación, se alegró. La llegada de la bestia quizá le permitiría obtener grabaciones de todos los hombres importantes que iban abordo de la nave. Era algo que trataba de hacer desde el principio.
- Ah - dijo Siedel, el psicólogo -, los tentáculos terminan en ventosas. Si el sistema nervioso es suficientemente complejo podría, con la necesaria capacitación, manejar cualquier máquina.
- Creo que lo más conveniente es que entremos en la nave y comamos - dijo el director Morton -. Después nos pondremos a trabajar. Quiero que se haga un estudio sobre el desarrollo científico de esta raza, sobre todo qué fue lo que la destruyó. En la Tierra, al principio, antes de que hubiese una civilización galáctica, las diversas culturas alcanzaban la cima y después se desmoronaban. Del polvo siempre brotaba una nueva. ¿Por qué no sucedió lo mismo aquí? A cada departamento se le asignará un campo especial de investigación.
- ¿Y el gatito? - dijo alguien -. Me parece que quiere venir con nosotros.
Morton se rió entre dientes.
EL VIAJE DEL BEAGLE ESPACIAL, A. E. Van Vogt
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