Hull se ha trabado con el quicio del umbral y el saliente marco de la puerta de entrada. No es casual. A lo largo de la escalera y el pasillo ha hecho lo imposible por estorbar. Intenta zafarse, mete las piernas en rincones, tuerce el tronco. Inútilmente, pues le llevo treinta kilogramos de músculo y además me impulsa una rabia inmensa; sin embargo consigue irritarme sobremanera. Al punto que saco mi Steyr Cinco-Siete con la izquierda y apunto a su muslo.
—Un disparo a la cabeza te matará sin dolor —le advierto—. Dos o tres al vientre o a un miembro, de momento sólo te debilita y mi trabajo es más fácil. Pero duele mucho.
Hull se queda petrificado por unos segundos, mirándome con espanto. Cuando escucha el primer clic en falso del disparador se echa a llorar. Pero al menos se afloja, ya es una carga fácil y de un tirón lo meto en el pasillo de entrada al recinto.
Entonces mi superior inmediato, el capitán Preczik, intenta convencerme de que en el caso Hull se impone un trato específico por razones de bien general. Estamos los dos solos en su despacho. Él se levanta tras su buró, lo rodea para venir hasta mí y me pone un brazo paternal sobre los hombros, en esa forma afablemente dominante de los hombres muy grandes y de voz estentórea.
—Hortah, debe entender —me dice—. Hull no es cualquier hijo de vecino… esa mente suya tiene mucho que dar, no sé si me explico. Hay que castigarlo, pero no podemos tirar ese maravilloso cerebro a la morgue, por más que sea lo correcto y legal.
Yo aprieto los puños y me afirmo en el lugar, negado a caminar según me empuja el brazo de Preczik tendido sobre mis hombros, en dirección a la ventana que nos ofrece una espléndida vista de Arcoiris. El centro de HiperViena parece hecho a la idea que Dios tendría de una ciudad y cualquiera creería que su grandiosidad no tiene espacio para miserias ni iniquidades. Sin embargo, en algún lugar de esta inmensa ciudad desplegada frente a nosotros está Hull, un tramposo y asesino, esperándome. Quizás solo en una habitación oscura, quizás rodeado por el silencio incómodo de personas que no se acercan a expresarle simpatía pero tampoco tienen el coraje moral de condenarlo hasta las últimas consecuencias. No puede huir, porque tiene un neutralizador colgado al cuello, y agoniza en la duda. ¿Lo llevaré arrestado al Palacio de Justicia, a que otros determinen su castigo, o haré uso de mi derecho oficial a matarlo como al asesino de un policía que es?
En cualquier caso, Hull sigue vivo allá fuera, en algún sitio de esta Viena que por su causa ya no puedo mirar como antes, y Mohacsy está muerto.
—He hablado con mucha gente que apreciaba a Mohacsy —prosigue Preczik—, y todos son de la opinión de que no les gustaría una venganza irracional, mucho menos si a la larga perjudica al país. Sí, así es como ve las cosas la gente que lo quería.
Pequeño peón escarlata, Juan Pablo Noroña Lamas
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