Fragmento - ATAQUE DESDE LA CUARTA DIMENSION


Steve Waldron pensaba, no sin cierta desazón, que si hubiese sido un detective profesional a estas horas le habrían suspendido de empleo y sueldo. No obstante ni la misma policía había podido hacer más que él. Pero ésta no tenía que encararse con Lucy
y reconocer la absoluta carencia de indicios que condujeran a descubrir lo que le había sucedido a su padre. La única hipótesis que podía avanzar era que se había esfumado en pleno aire. Y esto no parecía hallarse dentro de una lógica racional pura.
Hacía cuatro días que el desaparecido faltaba de sus ocupaciones. Según Fran Dutt, quien fué el último en verle en su laboratorio, contestó a una llamada telefónica, se puso el sombrero, dijo que volvía en seguida y desapareció del ámbito que le rodeaba. No tenía motivos para huir de nada ni de nadie. Se le desconocían amistades secretas. Y no era dado a contactos equívocos. Nadie pudo explicar la razón de la misteriosa llamada telefónica. Se descartaba, también, la posibilidad de que alguien quisiera quitarle de en medio.
Waldron torció hacia la puerta de Lucy y recorrió un camino de cemento que conducía a la entrada de la casa. El lugar en que se hallaba emplazada, gozaba de la tranquilidad característica de los sectores residenciales de una ciudad pequeña. El área de Forest Hills en Newark, Nueva Jersey, empezaba a mostrar trazas de perder su beatífica serenidad, si bien todavía retenía algo de su encanto de antaño. El sol se estaba poniendo al otro lado del parque de Branchbrook y ya empezaban a brillar luces en diversos hogares. En la calle se oían sonidos que no tardarían en enmudecer: la blgarabía de los chiquillos en el proceso de sus juegos; el ronco bramido de los motores de los automóviles, que se perdían de vista con la misma rapidez con que aparecieran; el rumor de la ciudad en movimiento, que provenía de la suma de las actividades de sus ocupantes.
Waldron pulsó el timbre de la puerta. Esta se abrió al instante y, tras ella, apareció Lucy. Le estaba esperando y en su cara se dibujaba el deseo de que fuera portador de alguna buena noticia. Mas, al ver el desánimo del recién llegado, su mirada se nubló.
- ¿Algo nuevo, Steve? - preguntó.
- Nada, mejor dicho, peor que nada. Los periódicos están urdiendo sensacionalismos.
Pero no hay que tomar en serio sus noticias, imprimen tonterías.
Steve dijo esto sin ofrecer a la muchacha el periódico que asomaba por el bolsillo de su americana. Lucy bajó la vista y se fijó en el trozo de papel plegado.
- No dice más que tonterías - dijo Waldron, entregándoselo entonces. La noticia no venía encabezada con letras de tamaño impresionante. El Profesor Blair no era persona lo bastante importante corno para poder competir, en el espacio de las columnas de un periódico, con las noticias que provenían de Washington o de las Naciones Unidas. Sin embargo, el suceso abarcaba dos columnas. Decía:
POSIBLE INTROMISION ROJA EN EL CASO BLAIR
Se avisa al F.B. I.
La policía especulaba hoy con la posibilidad de que el Profesor Erasmo Blair, el hombre de ciencia desaparecido misteriosamente, haya sido raptado por los sicarios rojos con la intención de trasladarlo a la Unión Soviética y obligarle a trabajar allí. La probabilidad de esta conjetura viene respaldada por la desaparición, en Europa, de varios científicos de reconocida valía cuya suerte, se teme, sea el trabajo forzado en laboratorios-cárceles.
Rumores no confirmados, abundan en la creencia de que los accidentes, todos ellos fatales, ocurridos recientemente a investigadores científicos americanos no han sido tales, por lo que se ha pedido al F.B.I. que investigue las posibles causas de dichos accidentes.
Un portavoz del F.B.I. ha negado toda...

- ¡Ni aún los comunistas estarían interesados en la teoría de Straussman! - atajó
Waldron molesto -. ¡La prensa no dice más que tonterías! Su desaparición se debe a causas muy otras que, tarde o temprano, saldrán a la luz del día. A propósito – se interrumpió en un tono de voz que no logró fuese tan casual como quería -, ¿ha vuelto
Fran?
- No - repuso Lucy -. ¿Por qué?
Steve se encogió de hombros.
- Según él - replicó -, tu padre salió del laboratorio tras contestar a una llamada telefónica. La policía ha descubierto esta mañana que el cable estaba cortado. Fue reparado en seguida. Es posible que esto no tenga nada que ver con la desaparición de tu
padre, pero por otro lado puede no ser así. De todos modos la policía no quiere dar publicidad a este hecho hasta haber interrogado a Fran. Quieren saber cuándo fue cortado el cable telefónico, por qué, y por quién.
Lucy sacudió la cabeza, como si quisiera apartar ideas que no le dejaban coordinar libremente sus pensamientos.
- No sé nada de él - dijo -. Llamó esta mañana diciendo que había cogido tu coche para ir a no se adónde con objeto de confirmar una idea que se le había ocurrido. No dejó dicho nada más y esto es cuanto sé de él.
La muchacha apartó de sí el periódico, como si quisiera deshacerse de la idea que implicaban las líneas que en él hacían referencia a su padre.
- No me gusta esta segunda desaparición - dijo Waldron -, aunque sea voluntaria. Fran parece un buen muchacho, pero no sabemos gran cosa de él. Se comprende que la policía quiera interrogarle. No hubo necesidad de que el F.B.I. indagara su pasado porque el trabajo de tu padre es de investigación privada y no interesa al Gobierno. No obstante ha habido momentos en que he opinado, ante mí mismo, que Fran Dutt provenía de otros lares que los nuestros; sí, habla y se porta como nosotros, pero tiene detalles, ínfimos si quieres, contrarios a nuestra idiosincrasia. En fin, la policía quiere saber por qué se cortó la línea telefónica y creen que él puede ayudarles a esclarecer este punto. Si se descubre que fué cortada antes de desaparecer tu padre...
Lucy negó con la cabeza. Estaba pálida y en los últimos cuatro días había perdido peso.
- Fran no tuvo nada que ver con la desaparición de papá, Steve - dijo -. Está enamorado de mí.
Waldron gruñó algo ininteligible.

ATAQUE DESDE LA CUARTA DIMENSION, Murray Leinster

Fragmento - Yui


El adolescente delgado hincó ambas tablas de surf en la arena.
—Debe haber mil familias —miró en derredor.
Su compañero, más bajo y grueso, se sentó a la sombra de las tablas y puso ante sí doce cartones de refresco diferentes.
—Por eso a ella le gusta este domo —le tendió un cartón al otro—. Es para familias. Está bien criada.
—Si no viene hoy, nos rendimos —el delgado se dejó caer en la arena y aceptó el refresco—. El destino no quiere que suceda.
—Dices eso porque te aburres esperando—el gordo abrió su bebida—. Pero hoy alquilamos tablas.
—Aquí en el Getotsu sólo ponen la máquina de olas tarde en la noche.
—Mientras tanto, bebe y espera.
Se tomaron cuatro refrescos antes de volver a hablar.
—¿Qué tal esos sabores nuevos? —preguntó el flaco.
—Orina de perro. Oye, ¿y si vemos el feed?
—No. Estoy harto de verla en imagen, quiero verla de cerca.
El gordo se recostó sobre un lado.
—Yo también quiero verla de verdad, respirar el mismo aire —suspiró—. Pero no por eso me canso de ver su feed.
—Toma —el flaco se sacó un collar del que pendía un pod—, sé feliz.
—Si no gastara tanto en comida —el otro tomó el aparato—, podría pagarme una cuenta de feed.
—El mío es pirata, barato.
Concentrado en teclear, el adolescente no respondió. Después se dio vuelta y proyectó el haz del pod contra la tabla de surf.
—Buen truco —dijo el dueño.
—Con luz de playa, los holos no se ven bien en el aire.
El gordo graduó la imagen para máxima amplitud.
—Dioses, es perfecta —se extasió—. Vamos, no te hagas el duro.
La barbilla del otro bajó hasta el pecho.
—¿Dónde estará? —se preguntó el gordo—. Ha entrado por una puerta y dejó a toda la tropa fuera… parece la puerta de un vestidor.
El giro del flaco fue tan violento que cubrió al amigo de arena.
—¿Dijiste que un vestidor?
—Nunca muestra nada —dijo el gordo, malicioso, y se sacudió.
—¡No seas grosero! Además, eso no importa. ¿No te das cuenta? Es un vestidor. ¡Un vestidor de domo-playa!
En la imagen, dos chicas asiáticas conversaban ante un vestidor sobre cuya puerta se leía “Feliz en el domo playa Getotsu”. Los amigos se acercaron a la proyección.
—Ya salió —dijo el gordo—. Oh, Amitaba-sama, gracias te damos por los trajes de dos piezas…
—Deja oír… está hablando.
Ambos acercaron las cabezas al pod.
—¡Van a su colina! —exclamaron al unísono.
Se pusieron de pie, volcando tanto los refrescos como las tablas de surf, y echaron a correr hacia el otro extremo de la media luna que era la playa artificial. En el apuro, no prestaron atención a las protestas de las familias a las que sus zancadas cubrían de arena.
—¡Hay alguien arriba! —jadeó el gordo—. ¡En la colina!
El delgado apretó los dientes y el paso.
En la cima de una pequeña colina había una niña de seis años y un magnífico fuerte de arena, al parecer modelado a partir del Castillo de Osaka en la era Sengoku. La construcción cayó ante la embestida del adolescente delgado, la niña se echó a llorar mientras el chico terminaba con el castillo a patadas.
—¡Mamá, papá! —clamó la niña, al ver a una pareja subir la pendiente.
—Llévense a su mocosa a otra parte —el adolescente adoptó una pose retadora, viril—. Ésta es la colina de Yui-san.
—¡Yo hice el castillo para ella! —dijo la niña entre sollozos—. ¡Papá, él rompió el castillo de Yui-san!
La madre se apresuró a consolarla mientras el padre, un treintañero en excelente forma física, saltaba sobre el chico y le ponía ambas manos al cuello.
—Gamberrito de mierda —masculló—, te salvas porque está aquí la niña.
Las manos del jovencito aferraron los antebrazos que lo atenazaban.
—Que se la lleve la mamá —dijo con presumida frialdad—, que no vea…
Un empujón lo hizo caer, rodar pendiente abajo, quedar tendido cuan largo era en la base de la colina. La arena redujo el impacto, pero la sacudida lo dejó tan atontado que demoró en abrir los párpados y enfocar la vista.

Yui, Juan Pablo Noroña Lamas

Fragmento - Los Pueblos Silenciosos - Diciembre de 2005

A orillas del seco mar marciano se alzaba un pequeño pueblo blanco, silencioso y desierto. No había nadie en las calles. Unas luces solitarias brillaban todo el día en los edificios. Las puertas de las tiendas estaban abiertas de par en par, como si la gente hubiera salido rápidamente sin cerrar con llave. Las evistas traídas de la Tierra hacía ya un mes en el cohete plateado, aleteaban al viento, intactas, ennegreciéndose en los estantes de alambre frente a las droguerías.
El pueblo estaba muerto; las camas vacías y heladas. Sólo se oía el zumbido de las líneas eléctricas y de las dinamos automáticas, todavía vivas. El agua desbordaba en bañeras olvidadas, corría por habitaciones y porches, y nutría las flores descuidadas de los jardines. En los teatros a oscuras, las gomas de mascar que aún conservaban las marcas de los dientes se endurecían debajo de los asientos.
Más allá del pueblo había una pista de cohetes. Allí donde la última nave se había elevado entre llamaradas hacia la Tierra, se podía respirar aún el olor penetrante del suelo calcinado. Si se ponía una moneda en el telescopio y se apuntaba hacia el cielo,
quizá pudieran verse las peripecias de la guerra terrestre. Quizá pudiera verse cómo estallaba Nueva York. Quizá pudiera verse la ciudad de Londres, cubierta por una nueva especie de niebla. Quizá pudiera comprenderse, entonces, por qué habían abandonado
este pueblecito marciano. La evacuación, ¿había sido muy rápida? Bastaba entrar en una tienda cualquiera y apretar la tecla de la caja registradora. Los cajones asomaban tintineando con monedas brillantes. La guerra terrestre era sin duda algo terrible...
Por las desiertas avenidas del pueblo, silbando suavemente y empujando a puntapiés, con profunda atención, una lata vacía, avanzó un hombre alto y flaco. Los ojos le brillaban con una mirada oscura, mansa y solitaria. Movía las manos huesudas dentro de los bolsillos, repletos de monedas nuevas. De vez en cuando tiraba alguna al suelo, riendo entre dientes, y seguía caminando, regando todo con monedas brillantes.
Se llamaba Walter Gripp. En las lejanas colinas azules tenía un lavadero de oro y una cabaña, y cada dos semanas bajaba al pueblo y buscaba una mujer callada e inteligente con quien pudiera casarse. Durante varios años había vuelto a la cabaña decepcionado y solo. ¡Y la semana anterior había encontrado el pueblo en este estado!
Se había sorprendido tanto que había entrado rápidamente en una
tienda de comestibles y había pedido un sándwich triple de carne.
- ¡Voy! - gritó con una servilleta en un brazo.
Se movió con rapidez, sacando de algún sitio unos embutidos y unas rodajas de pan de la víspera, quitó el polvo de una mesa, se invitó a sí mismo a sentarse, y comió hasta que tuvo que buscar una droguería donde pidió bicarbonato. El droguero, el propio Walter Gripp, se lo sirvió en seguida, con una cortesía asombrosa.
Luego se metió en los jeans todo el dinero que pudo encontrar, cargó un cochecito de niño con billetes de diez dólares y se fue traqueteando por las calles del pueblo. Al llegar a los suburbios comprendió que estaba haciendo tonterías. No necesitaba dinero. Llevó los billetes de diez dólares a donde los había encontrado, sacó un dólar de su propia billetera - el precio de los sándwiches - lo metió en la caja registradora, añadiendo como propina una moneda de veintiocho centavos.
Aquella noche disfrutó de un baño turco caliente, un sabroso bistec adornado de setas delicadas, un jerez seco importado, y fresas con vino. Luego se puso un traje de franela azul y un sombrero de fieltro que se le balanceaba de un modo extraño en la cima de la afilada cabeza. Metió una moneda en un fonógrafo automático, que tocó Aquella mi vieja pandilla, y echó otras veinte monedas en otros veinte fonógrafos del pueblo. Las calles
solitarias y la noche se llenaron de la música triste de Aquella mi vieja pandilla, mientras alto, delgado y solo, Walter Gripp se paseaba con las manos frías en los bolsillos acompañado por el leve crujido de un par de zapatos nuevos.
Pero todo esto había ocurrido la semana anterior. Ahora dormía en una cómoda casa de la avenida Marte, se levantaba a las nueve, se bañaba y recorría perezosamente el pueblo en busca de unos huevos con jamón. Todas las mañanas congelaba una tonelada de carne, verduras y tartas de crema de limón; cantidad suficiente para diez años, hasta que los cohetes volvieran de la Tierra, si volvían.
Ahora, esta noche, se paseaba arriba y abajo mirando las hermosas y sonrosadas mujeres de cera de los coloridos escaparates. Por primera vez comprendió qué muerto estaba el pueblo. Se sirvió un vaso de cerveza y sollozó en voz baja.
- Bueno - dijo -, estoy realmente solo.
CRONICAS MARCIANAS, Ray Bradbury