Fragmento - Yui


El adolescente delgado hincó ambas tablas de surf en la arena.
—Debe haber mil familias —miró en derredor.
Su compañero, más bajo y grueso, se sentó a la sombra de las tablas y puso ante sí doce cartones de refresco diferentes.
—Por eso a ella le gusta este domo —le tendió un cartón al otro—. Es para familias. Está bien criada.
—Si no viene hoy, nos rendimos —el delgado se dejó caer en la arena y aceptó el refresco—. El destino no quiere que suceda.
—Dices eso porque te aburres esperando—el gordo abrió su bebida—. Pero hoy alquilamos tablas.
—Aquí en el Getotsu sólo ponen la máquina de olas tarde en la noche.
—Mientras tanto, bebe y espera.
Se tomaron cuatro refrescos antes de volver a hablar.
—¿Qué tal esos sabores nuevos? —preguntó el flaco.
—Orina de perro. Oye, ¿y si vemos el feed?
—No. Estoy harto de verla en imagen, quiero verla de cerca.
El gordo se recostó sobre un lado.
—Yo también quiero verla de verdad, respirar el mismo aire —suspiró—. Pero no por eso me canso de ver su feed.
—Toma —el flaco se sacó un collar del que pendía un pod—, sé feliz.
—Si no gastara tanto en comida —el otro tomó el aparato—, podría pagarme una cuenta de feed.
—El mío es pirata, barato.
Concentrado en teclear, el adolescente no respondió. Después se dio vuelta y proyectó el haz del pod contra la tabla de surf.
—Buen truco —dijo el dueño.
—Con luz de playa, los holos no se ven bien en el aire.
El gordo graduó la imagen para máxima amplitud.
—Dioses, es perfecta —se extasió—. Vamos, no te hagas el duro.
La barbilla del otro bajó hasta el pecho.
—¿Dónde estará? —se preguntó el gordo—. Ha entrado por una puerta y dejó a toda la tropa fuera… parece la puerta de un vestidor.
El giro del flaco fue tan violento que cubrió al amigo de arena.
—¿Dijiste que un vestidor?
—Nunca muestra nada —dijo el gordo, malicioso, y se sacudió.
—¡No seas grosero! Además, eso no importa. ¿No te das cuenta? Es un vestidor. ¡Un vestidor de domo-playa!
En la imagen, dos chicas asiáticas conversaban ante un vestidor sobre cuya puerta se leía “Feliz en el domo playa Getotsu”. Los amigos se acercaron a la proyección.
—Ya salió —dijo el gordo—. Oh, Amitaba-sama, gracias te damos por los trajes de dos piezas…
—Deja oír… está hablando.
Ambos acercaron las cabezas al pod.
—¡Van a su colina! —exclamaron al unísono.
Se pusieron de pie, volcando tanto los refrescos como las tablas de surf, y echaron a correr hacia el otro extremo de la media luna que era la playa artificial. En el apuro, no prestaron atención a las protestas de las familias a las que sus zancadas cubrían de arena.
—¡Hay alguien arriba! —jadeó el gordo—. ¡En la colina!
El delgado apretó los dientes y el paso.
En la cima de una pequeña colina había una niña de seis años y un magnífico fuerte de arena, al parecer modelado a partir del Castillo de Osaka en la era Sengoku. La construcción cayó ante la embestida del adolescente delgado, la niña se echó a llorar mientras el chico terminaba con el castillo a patadas.
—¡Mamá, papá! —clamó la niña, al ver a una pareja subir la pendiente.
—Llévense a su mocosa a otra parte —el adolescente adoptó una pose retadora, viril—. Ésta es la colina de Yui-san.
—¡Yo hice el castillo para ella! —dijo la niña entre sollozos—. ¡Papá, él rompió el castillo de Yui-san!
La madre se apresuró a consolarla mientras el padre, un treintañero en excelente forma física, saltaba sobre el chico y le ponía ambas manos al cuello.
—Gamberrito de mierda —masculló—, te salvas porque está aquí la niña.
Las manos del jovencito aferraron los antebrazos que lo atenazaban.
—Que se la lleve la mamá —dijo con presumida frialdad—, que no vea…
Un empujón lo hizo caer, rodar pendiente abajo, quedar tendido cuan largo era en la base de la colina. La arena redujo el impacto, pero la sacudida lo dejó tan atontado que demoró en abrir los párpados y enfocar la vista.

Yui, Juan Pablo Noroña Lamas

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