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-¿Qué pasa, padre? -preguntó la muchacha.
Pasaba lo siguiente: el rastro del joven se interrumpía abruptamente, y, más allá, sólo se veía la intocada tersura de la nieve.
Las últimas huellas eran tan claras como las anteriores; incluso era perfectamente visible la marca de los tachones. Mr. Ashmore alzó los ojos, protegiéndolos con el sombrero, que mantuvo entre ellos y su linterna. Brillaban las estrellas; ni una nube afeaba el cielo; la nueva explicación a que había acudido (una nueva nevada con un límite cuyo trazado era obvio) le era negada. El hombre rodeó cuidadosamente los últimos rastros (de modo que los hallara incólumes en un próximo examen) y prosiguió hasta la fuente, seguido por la muchacha, débil y aterrada. Ninguno había dicho una palabra ante lo que habían visto.
Desapariciones misteriosas, Ambroce Bierce
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