Fragmento

La noche del 9 de noviembre de 1878, a eso de las nueve, el joven Charles Ashmore dejó el círculo familiar, reunido alrededor del fuego, tomó un balde de lata y se dirigió a la fuente. Al no verlo regresar, la familia se inquietó. Su padre, encaminándose a la puerta por la que había salido el joven, lo llamó sin recibir respuesta. Encendió luego una linterna, Y, junto con su hija mayor, Martha, que insistía en acompañarlo, partió en su búsqueda. Había caído un poco de nieve que, si bien ocultaba el sendero, hacía más claros los rastros del joven; cada huella tenía contornos bien definidos. Tras recorrer poco más de medio camino -acaso unas setenta y cinco yardas - el padre, que iba adelante, se detuvo, y, elevando su linterna, examinó atentamente las tinieblas que lo precedían.
-¿Qué pasa, padre? -preguntó la muchacha.
Pasaba lo siguiente: el rastro del joven se interrumpía abruptamente, y, más allá, sólo se veía la intocada tersura de la nieve.
Las últimas huellas eran tan claras como las anteriores; incluso era perfectamente visible la marca de los tachones. Mr. Ashmore alzó los ojos, protegiéndolos con el sombrero, que mantuvo entre ellos y su linterna. Brillaban las estrellas; ni una nube afeaba el cielo; la nueva explicación a que había acudido (una nueva nevada con un límite cuyo trazado era obvio) le era negada. El hombre rodeó cuidadosamente los últimos rastros (de modo que los hallara incólumes en un próximo examen) y prosiguió hasta la fuente, seguido por la muchacha, débil y aterrada. Ninguno había dicho una palabra ante lo que habían visto.

Desapariciones misteriosas, Ambroce Bierce

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