Ulrica

Hann tekr sverthit Gram ok
leggr i methal theira bert.
Völsunga Saga, 27

Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, o cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar  rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero  narrar mi encuentro  con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.

Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York,  esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita  del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Eramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

 -Soy feminista -dijo-. No quiero  remedar  a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeiosa  y adiviné  que  no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

Refirió  que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron  que era noruega.

Uno de los presentes comentó:
 -No es la primera vez que  los noruegos entran en York.
 -Así es -dijo ella-. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake  habla de muchachas de suave plata o furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos  que su rostro  me impresióno su aire  de tranquilo  misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descrubrí poco a poco.

Nos presentaron. Le dije que era profesor  en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré  que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé -le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega -asintió.

Nada más  puedo recordar  de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos  se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
 -A mí también. Podemos salir los dos.

Nos alejamos de la casa,  sobre la nieve joven.

No había un alma en los campos. Le propusé que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.

Oí de pronto el lejano  aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica  no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta:
 -Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido  más que las grandes naves del museo de Oslo.

Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
 -En Oxford Street -me dijo- repetiré  los  pasos de Quincey, que buscaba  a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.

 - De Quincey -respondí- dejó de buscarla.

Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.

-Tal vez -dijo en voz baja- la has encontrado.

Comprendí   que una cosa inesperada  no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.

Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
 -Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.

Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no  se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé  en mis mocedades de Popayán  y en una muchacha de Tezas, clara y esbelta como Ulrica que me había negado su amor.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.

Tomados de la mano seguimos.

-Todo esto es como un sueño -dije- y  yo nunca sueño.

-Como aquel rey -replicó Ulrica- que no soñó hasta que  un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.

Agregó después.

-Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
-En estas tierras -dije-, piensan que quien etá por morir prevé el futuro.
.Y yo estoy por morir -dijo ella.

La miré atónito.

-Cortemos por el bosque -la urgí-. Arribaremos más pronto a Thorgate.
-El bosque es peligroso -replicó.

Seguimor pos lor páramos.
-Yo querría que este momento durara siempre -murmuré.
-Siempre es una palabra que no está permitida a  los hombres -afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.

-Javier Otálora -le dije.

Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.

-Te llamaré Sigurd -declaró con una sonrisa.
.Si soy Sigurd -le repliqué- tu serás Brynhild.

Había demorado el paso.

-¿Conoces la saga? -le pregunté.
-Por supuesto -me dijo-. La trágica historia  que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.

No quise discutir y le respondí:
-Brynhild, caminas como si quisieras  que entre los dos hubiera una espada en el lecho.

Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.

Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
-¿Oíste el lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Al subir al piso alto,  noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos  y pájaros. Ulrica entró  primero. El aposento oscuro era bajo,  con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó  el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve  arreciaba. Ya no quedaba muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba al tiempo. Secular  en la sombra fluyó  el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.

Ulrica, Jorge Luis Borges (El libro de arena - 1975)

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