Fragmento . Al Margen del tiempo

Mirando retrospectivamente, parece raro que nadie, salvo el profesor Minott, descubriera el asunto.
Los indicios eran más que evidentes. A principios de diciembre de 1934, el profesor Michaelson afirmó haber descubierto que la velocidad de la luz no es un límite absoluto ni puede considerarse constante. Naturalmente, éste fue uno de los primeros indicios de lo que iba a suceder.
El segundo indicio se presentó el 15 de febrero a las 12.40, hora de Greenwich, cuando el Sol emitió un súbito resplandor blanquiazul. En cuestión de cinco minutos, el enorme incremento del índice de radiación aumentó en nueve grados la temperatura de la superficie terrestre. Transcurridos los cinco minutos, el Sol retornó a su tasa normal de radiación sin mostrar otros síntomas anormales.
Luego fueron expuestas muchas teorías por los más famosos científicos, pero ninguna explicación factible del fenómeno daba cuenta de la ulterior ausencia total de perturbaciones en la fotosfera solar.
Como tercer presagio evidente de los acontecimientos de junio, el diez de marzo la jirafa macho del zoológico de Bronx, en Nueva York, dejó de comer. Durante los nueve días siguientes cambió de forma, retrayendo sus extremidades, incluso el cuello y la cabeza, hasta convertirse en una extraordinaria masa ovalada de carne y hueso aún vivientes, que el décimo día empezó a dividirse espontáneamente, y el decimosegundo quedó convertida en dos masas carnosas que latían débilmente.
Al día siguiente aparecieron en ambas masas unas protuberancias que crecieron y adquirieron forma. Al cabo de veinte días desde el comienzo del fenómeno eran patas, cuellos y cabezas. Dos jirafas idénticas, ambas machos, se movían en el coto de las jirafas. Cada una pesaba algo menos de la mitad que el peso del ejemplar original. Coincidían en todas sus marcas. Comían, se movían y a todos los efectos parecían animales normales, aunque inmaduros.
Desde la República Argentina comunicaron un fenómeno prácticamente igual, pues un novillo de las pampas había pasado por el mismo y extraordinario método de reproducción bajo la mirada incrédula de los científicos argentinos.
Hoy parece increíble que los científicos de 1935 no supieran interpretar estas singularidades. Hoy conocemos qué tipo de tensión las produjo, aunque ya no ocurran. Pero entre enero y junio de 1935, las agencias periodísticas de la nación se vieron inundadas de noticias por el estilo.
El río Ohio fluyó pendiente arriba durante dos días. Durante seis horas, los árboles del parque Euclides de Cleveland agitaron terriblemente sus hojas, como si hubiera una gran tormenta, pese a que no soplaba la menor brisa. Y en Nueva Orleans, hacia fines de mayo, los peces salieron nadando del río Mississippi para luego «ahogarse» en el aire que los sostenía inexplicablemente. Más tarde se volvieron panza arriba y flotaron inertes en un imaginario nivel de agua situado a unos cuatro metros por encima de las calles de la ciudad.
Parece claro que el profesor Minott no fue el único que sospechó el significado de estos —para nosotros— evidentes indicios de los acontecimientos que iban a sobrevenir. El profesor Minott enseñaba matemáticas en la facultad del Robinson College, de Fredericksburg, Virginia. Sabemos que predijo prácticamente todos los hechos que luego asustaron al planeta (y no sólo al nuestro).
Pero supo tener cerrada la boca.
El Robinson College era pequeño. Estaba considerado como una universidad «provinciana», sin que esto ofendiese a nadie, salvo a la facultad y a ciertos alumnos puntillosos. Si un humilde profesor de matemáticas como Minott hubiera publicado su teoría, ello ni siquiera habría sido noticia. Se habría catalogado como un acceso de locura. Y, en caso que alguien hubiera creído en ella, no habría servido sino para aterrorizarle. Por eso guardó silencio.
El profesor Minott poseía valor, obstinación y cierta sangre fría, pero carecía de riquezas e influencia. Tenía algo más que conocimientos generales de física matemática, y sus cálculos mostraban un extraordinario dominio de las leyes probabilísticas; en cambio, tenía muy poca paciencia con los problemas éticos. También sentía una pasión particularmente impetuosa hacia Maida Haynes, hija del profesor de lenguas románicas, aun sin la menor oportunidad de llamar siquiera su atención, pues ello habría significado competir con la mayoría del estudiantado del sexo masculino.
Todas estas explicaciones son necesarias, pues nadie sino una persona como el profesor Minott podría prever lo que estaba a punto de suceder y tomar sus disposiciones como él lo hizo.
Gracias a sus notas sabemos que, según sus cálculos, las probabilidades de salvación eran de una entre cuatro, o poco menos. Es realmente una pena que no poseamos los cálculos mismos. Hay muchas cosas que nuestros científicos aún no comprenden. Las notas que dejó el profesor Minott son preciosas, pero hay en ellas evidentes lagunas. Sin duda se llevó la mayor parte de sus anotaciones —y entre éstas las más valiosas— a ese lugar desconocido donde supuestamente vive y trabaja ahora.

Sin duda le divertiría la diligencia con que el menor de sus garabatos es ahora analizado, estudiado y discutido por las mayores inteligencias de nuestro tiempo y espacio. Y es muy probable que haya inventado una palabra para designar la catástrofe a la que hemos escapado. Nosotros todavía no tenemos ninguna.

No hay palabras para describir un desastre que pudo destruir, no sólo la Tierra, sino todo nuestro sistema solar. Y no sólo nuestro sistema solar, sino incluso nuestra galaxia. Y no sólo nuestra galaxia, sino cualquier universo del espacio que conocemos; más aún, pudo destruir todo el espacio tal como ahora lo concebimos, así como el tiempo. Lo cual significaría, no sólo la anulación del presente y el futuro, sino incluso la destrucción del pasado, como si nunca hubiera existido. Sin contar esas extrañas formas de la realidad que hoy conocemos, esos otros universos, esos pasados y futuros alternativos: todo reducido a la nada. No existe palabra para nombrar semejante catástrofe.

Sería interesante saber cómo la llamaba el profesor Minott mientras se preparaba fríamente para explotar aquella única posibilidad de supervivencia entre cuatro, si las cosas sucedían de acuerdo con lo previsto. Pero es más fácil suponer cómo se sintió la víspera del 5 de junio de 1935. No lo sabemos. No podemos saberlo. Sólo podemos estar seguros de lo que sentimos nosotros..., y de lo que ocurrió.


continuará...
Al Margen del tiempo, Murray Leinster

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