En una cálida noche de julio del año 1588, en el palacio real de Greenwich, en Londres, una mujer yacía postrada en su lecho de muerte a causa de unas balas asesinas alojadas en su pecho y abdomen. Tenía el rostro arrugado, los dientes oscuros, y la muerte no le otorgaba ningún tipo de dignidad; pero su último aliento inició un eco que conmovió a todo un hemisferio. Porque la Reina Virgen, Isabel I, soberana suprema de Inglaterra, se había ido...La furia de los ingleses no conoció límites. Una palabra, un suspiro, eran suficientes; un muchacho medio tonto, arrasado por la chusma, pedía la bendición del Papa...
Los católicos ingleses, desangrados por las multas, llorando aún a la reina de los escoceses y recordando el sangriento Levantamiento del Norte, tuvieron que enfrentarse a nuevas persecuciones. Sin desearlo, en defensa propia, alzaron sus armas contra los campesinos, mientras la llama prendida por las masacres de Walsingham se extendía por todo el territorio, confundiéndose la luz de las balizas con la lúgubre luminosidad de los autos de fe.
Las noticias se extendieron: a París, a Roma, a la extraña fortaleza de El Escorial, donde Felipe II meditaba aún su campaña contra Inglaterra. La noticia de un país desgarrado por una guerra intestina llegó a las grandes naves de la Armada que franqueaban el Lagarto para unirse con el ejército invasor de Parma en la costa flamenca. Por un día, mientras Medina-Sidonia paseaba por la cubierta del San Martín, el destino de medio mundo pendió de un hilo. Fue entonces cuando tomó su decisión; y uno a uno los galeones y las carracas, las galeras y las pesadas urcas, giraron en dirección norte, hacia Hastings y el antiguo campo de batalla de Santlache, donde la historia había sido escrita hacía ya varios siglos.
La confusión que sobrevino vio a Felipe cómodamente instalado como soberano en Inglaterra; en Francia, los seguidores de Guise, alentados por las victorias al otro lado del Canal, destituyeron finalmente a la va débil Casa de Valois.
A cada vencedor su trofeo. Con la autoridad de la Iglesia Católica ya asegurada, la nueva nación de Gran Bretaña desplegó sus fuerzas al servicio de los Papas, extirpando a los protestantes de Holanda y destruyendo el poder de las ciudades-estado alemanas en las interminables Guerras Luteranas. Los nuevos colonos del continente norteamericano quedaron bajo la soberanía de España, y Cook enarboló en Australasia la bandera azul cobalto del Trono de Pedro.
Por encima de todas las cosas, el largo brazo de los Papas se extendía para castigar y recompensar: la Iglesia Militante ejercía su supremacía. Pero a mediados del siglo XX los murmullos de descontento fueron haciéndose eco entre la población. Una vez más, la rebelión estaba en el aire...
PAVANA, Keith Roberts
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