Fragmento - CÁNTICO POR LEIBOWITZ

«Y así fue en aquellos días», dijo el hermano lector:
Que los príncipes de la Tierra habían endurecido sus corazones contra la Ley del Señor y su orgullo no tenía fin. Y cada uno pensó para sí que era mejor que todo fuese destruido que permitir que la voluntad de otro príncipe prevaleciese sobre la suya. Porque los poderosos de la Tierra contendían entre ellos sobre todo por el poder supremo. Por medio del robo, la traición y el engaño buscaban gobernar y temían mucho la guerra y temblaban; porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado. Aquellos hombres y príncipes podían temer a Dios y humillarse ante el Altísimo. Pero no eran humildes. Y Satanás habló con cierto príncipe diciendo: «No temas emplear la espada, porque los hombres sabios te han engañado al decir que el mundo sería destruido por ella. No escuches el consejo de los débiles, porque te temen excesivamente y sirven a tus enemigos al frenar tu mano en contra de ellos. Ataca y gobernarás sobre todas las cosas».
Y el príncipe prestó atención a la palabra de Satanás, hizo llamar a todos los hombres sabios de aquel reino, y les pidió que le indicasen los medios con que el enemigo podía ser destruido sin atraer la ira sobre su propio reino. Pero la mayoría de los hombres sabios dijeron: «Señor, no es posible, porque vuestros enemigos también tienen la espada con que os hemos armado y su fiereza es como la llama del infierno y como la furia de la estrella solar en la que fue encendida».
«Entonces me fabricaréis un arma que sea siete veces más ardiente que el propio infierno», ordenó el príncipe, cuya arrogancia era ya superior a la de los faraones.
Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos».
Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos».
Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK—A—DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas.
Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo: «¿Qué ofrenda de fuego es esta que has preparado ante mi? ¿Qué es este sabor que se alza del lugar del holocausto? ¿Me has ofrecido un holocausto de corderos o cabras, o le has ofrecido un becerro a Dios?». Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «Me has ofrecido a mis hijos en holocausto». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida.

CÁNTICO POR LEIBOWITZ, Walter M. Miller

Misión Marte en Marambio

La misión “Marte en Marambio”, liderada por el investigador espacial argentino Pablo Gabriel de León ya es un éxito. Desde ayer, científicos de la NASA, acompañados de técnicos e investigadores de Instituto Nacional de Medicina Aeronáutica (INMAE) y de la Fuerza Aérea Argentina (FAA), llevan adelante dicha misión en el territorio antártico argentino.

Por primera vez, un traje espacial llegará a la Antártida; se trata del NDX-1, diseñado por Pablo de León, Investigador Principal de NASA y Director del Laboratorio de Vuelos Espaciales Tripulados de la Universidad de North Dakota.

“El NDX-1 ha pasado por diferentes pruebas en condiciones de simulación similares a las del planeta rojo; ahora hemos elegido el continente antártico por su ambiente similar al planeta Marte” - explica de León, quien dirige las pruebas.

“La Antártida es uno de los últimos lugares del planeta que han sido minimamente modificados por el hombre. Sumado a esto la temperatura, los vientos y la sequedad de la atmósfera, el continente antártico se convierte en el lugar ideal para realizar este tipo de experimentación”.

Como parte del Programa NASA-ASTEP (Astrobiology, Science and Technology for Exploring Planets) y en misión del Centro Espacial AMES de la NASA, se trabajará para perfeccionar un mecanismo que permita la toma de muestras estériles, reduciendo al mínimo la denominada cross-contamination.

En este sentido, el equipo de científicos se encuentra realizando una serie de pruebas con el traje de exploración planetaria NDX-1; en que ensayarán tareas que los astronautas deberán realizar durante futuras misiones tripuladas al planeta Marte.

De León se encuentra acompañado por Jon Rask, Científico Senior, y la Dra. Margarita Marinova, Científica Planetaria, ambos pertenecientes al Centro Espacial NASA Ames, en California.

Marte es uno de los planetas del sistema solar que posee condiciones similares a la Tierra, de esta manera, las misiones tripuladas tendrán como uno de sus objetivos investigar la posibilidad de vida, la existencia de microorganismos o restos fósiles.

La localización de la Base Vicecomodoro Marambio en el extremo Norte del continente, permite la búsqueda de vestigios de vida, dado que se puede acceder directamente al suelo, obteniendo muestras que han permanecido sin contaminación durante decenas de miles de años.

La Misión Marte en Marambio, es un proyecto que llevó más de un año de preparativos entre la NASA, la Universidad de North Dakota, la Fuerza Aérea Argentina y otros organismos.

Pablo de León es un investigador argentino, radicado en Estados unidos, quien lleva más de 20 años dedicado a la labor espacial. Periódicamente regresa a nuestro país y a través de la Asociación Argentina de Tecnología Espacial -entidad privada, sin fines de lucro- promueve el desarrollo de la ciencia y tecnología; actividades que se desarrollan sin apoyo, ni subsidio de entes gubernamentales. Entre estas actividades se encuentra la organización del Congreso Argentino de Tecnología Espacial, cuya sexta edición se realizará en la provincia de San Luís en mayo de este año.

Fragmento - El Orgullo de Chanur

Mientras, la distinguida y noble capitana Pyanfar Chanur se disponía a bajar por la rampa de su nave hacia los muelles y el intruso ocupaba el último lugar por orden de importancia en sus pensamientos. La capitana era hani y poseía una espléndida melena rojo dorada que se prolongaba en una barba de sedosos rizos hasta la mitad de su pecho, cubierto de un suave pelaje. Su atuendo era el conveniente a una hani de su rango: pantalones anchos de color escarlata recogidos por un cinturón dorado al que guarnecía una generosa cantidad de cordones de seda cuyas tonalidades recorrían toda la gama del rojo y del naranja. De cada cordón colgaba una joya y los pantalones terminaban a la altura de las rodillas en una banda de oro. Llevaba un brazalete de oro delicadamente labrado y la velluda curva de su oreja izquierda iba adornada con una hilera de finos anillos de oro y un gran pendiente con una perla. Bajó por la rampa con el paso seguro de la propietaria, aún algo encendida la sangre a causa de una disputa anterior con su sobrina... y se detuvo, lanzando un chillido y sacando las garras, al toparse con el intruso.

Su primer golpe, fruto de la sorpresa, habría dejado algo aturdido a un hani, pero la piel sin vello del intruso se desgarró como si fuera de papel y éste, más alto que ella, la rebasó tambaleándose. Dio la vuelta en el final de la rampa curvada y, patinando a causa del impulso de su carrera, se coló de un salto en la nave, dejando sangre a su paso y marcando con la huella de una mano ensangrentada la blanca pared de plástico.

Pyanfar, boquiabierta y más que enfadada, se lanzó tras él arañando con las garras las placas del suelo para no patinar.
-¡Hilfy! -gritó a plena potencia. Hilfy, su sobrina, estaba antes en el pasillo inferior. Pyanfar llegó hasta la esclusa y, con un golpe brusco en el panel de comunicaciones, se puso en contacto con todos los puestos de la nave-. ¡Alerta! ¡Hilfy! ¡Llamada a toda la tripulación! Algo se ha metido en la nave. Enciérrate en el compartimiento más cercano y llama a la tripulación.

Abrió con un golpe seco el panel que había junto a la unidad de comunicaciones, agarró una pistola y partió a la caza del intruso. El seguirlo no era ningún problema, dado el rastro de manchas rojas que había dejado en el blanco suelo. El rastro torcía a la izquierda en la primera encrucijada de corredores, y no se veía a nadie: el intruso debía de haberse desviado nuevamente a la izquierda, siguiendo la forma del cuadrado de pasillos que circundaba las cubiertas de los ascensores. Pyanfar siguió corriendo y oyó un grito procedente de esa intersección de corredores. Apretó el paso; /Hilfy! Rebasó la esquina a toda velocidad y frenó de golpe para encontrarse con la imagen, como congelada, del intruso con su espalda lampiña por la que corrían riachuelos rojizos y de Hilfy Chanur, defendiendo el corredor vacío sin más armas que sus garras y su osadía de adolescente.

-¡Idiota! -le dijo Pyanfar a Hilfy con un bufido y el intruso se volvió como un rayo hacia ella. Ahora lo tenía mucho más cerca que antes: su cuerpo se quedó encogido, como a punto de saltar, al ver el arma que Pyanfar sostenía con las dos manos apuntándole. Quizá fuera lo bastante inteligente como para no arremeter contra un arma; quizá... pero eso le haría revolverse contra Hilfy, que seguía inmóvil y desarmada detrás del intruso. Pyanfar se dispuso a hacer fuego al menor movimiento de éste.
El intruso seguía agazapado, el cuerpo tenso, jadeando a causa de la carrera y sus heridas.
-Sal de ahí -le dijo Pyanfar a Hilfy-, retrocede.
El intruso había trabado ya conocimiento con las garras hani y ahora acababa de conocer sus armas, pero sus acciones seguían siendo imprevisibles. Hilfy, un manchón confuso en el límite de su campo visual, centrado por completo en el intruso, permanecía tozudamente inmóvil.
-¡Muévete! -gritó Pyanfar.
Y el intruso gritó igualmente, con un rugido que a punto estuvo de ganarle un disparo. Con el cuerpo ya erguido, se llevó la mano por dos veces al pecho en un gesto desafiante. ¡Venga, dispara!, parecía invitarle.
Eso intrigó a Pyanfar. El intruso no era nada atractivo: una revuelta melena dorada, barba del mismo color y un poco de vello en el pecho, tan escaso que casi resultaba invisible, bajando en una línea decreciente hasta su vientre que subía y bajaba velozmente impulsado por sus jadeos y desvaneciéndose por fin en lo que indudablemente era tela, aunque reducida a tal estado de harapo como para ser casi inexistente y tan ennegrecida por la suciedad que apenas se la distinguía de su piel lampiña. El olor del intruso era agrio pero...
Ese modo de comportarse, la invitación al enemigo hecha por sus ojos llameantes... sí, eso merecía ser meditado. Conocía las armas; llevaba encima un pedazo de tela; sabía trazar su territorio y estaba decidido a defenderlo. Quizá fuera un macho: en sus ojos había esa expresión tozuda y atolondrada típica de ellos.

-¿Quién eres? -le preguntó Pyanfar, pronunciando lentamente las palabras y usando varios lenguajes en sucesión, incluyendo el kif. El intruso no dio señales de entender ninguno de ellos-. ¿Quién? -le repitió.

De pronto el intruso se agachó con una mueca huraña hasta tocar el suelo y con un dedo, provisto de una gruesa uña, empezó a escribir con su propia sangre, profusamente esparcida alrededor de sus pies descalzos. Trazó una hilera de símbolos, diez en total, y luego otra que empezaba con el primer símbolo precedido por el segundo, luego el segundo con el segundo, el segundo con el tercero... escribía con gestos pacientes y cada vez más absortos en su tarea pese a los crecientes temblores de su mano, mojando el dedo en la sangre y escribiendo, como un loco incapaz de abandonar algo que ha empezado.

-¿Qué está haciendo? -preguntó Hilfy, que no podía verlo dada su posición.
-Es un sistema de escritura, probablemente algún tipo de notación por cifras. No se trata de un animal, sobrina.
Al oír el intercambio de palabras el intruso alzó los ojos... y se levantó con una brusquedad que resultó excesiva después de su pérdida de sangre, Sus ojos se vidriaron y con una expresión desesperada el intruso se derrumbó sobre el charco de sangre y los signos que había trazado, resbalando sobre ellos cada vez que intentaba levantarse de nuevo.
-Llama a la tripulación -dijo Pyanfar con voz calmada, y esta vez Hilfy se apresuró a obedecerla. Pyanfar se quedó donde estaba, pistola en mano, hasta que Hilfy hubo desaparecido por el corredor y luego, asegurándose bien de que nadie la veía faltar de tal modo a su dignidad, se inclinó sobre el intruso dejando descansar el arma, aún agarrada con las dos manos, entre sus rodillas. El intruso seguía debatiéndose y finalmente logró apoyar su espalda ensangrentada en la pared, apretándose con el codo la herida del flanco de la que brotaba mayor cantidad de sangre. Aunque algo extraviados, sus ojos, de un azul claro, no parecían haber perdido el sentido de lo real y la observaban, cautelosos, con lo que en su situación parecía un cinismo irracional.
-¿Hablas kif? -le preguntó de nuevo Pyanfar. Un fugaz centelleo en sus ojos, lo cual podía significar cualquier cosa, pero ni una palabra. Su cuerpo empezó a temblar violentamente con los primeros efectos de un shock por hemorragia. Su piel carente de vello se estaba cubriendo de sudor, Pero el intruso no apartaba los ojos de ella.
Ruido de pasos en los corredores. Pyanfar se incorporó rápidamente, no deseando que nadie le viera en tal posición junto al intruso. Hilfy apareció por un pasillo a toda velocidad y en dirección opuesta, al mismo tiempo, llegó la tripulación. Pyanfar se apartó unos pasos al verlas y el intruso intentó moverse sin demasiado éxito. Varias manos se apoderaron de él rápidamente y lo arrastraron sobre el charco de sangre. Lanzó un grito, intentando luchar, pero no tardaron en darle la vuelta y aturdirle de un golpe.
-¡Con suavidad! -gritó Pyanfar, pero ya no era necesario, Le ataron los brazos a la espalda con un cinturón y luego otro le rodeó los tobillos, apartándose luego de él con el pelaje tan ensangrentado como el cuerpo del intruso, que seguía removiéndose lentamente-. No le hagáis más daño -dijo Pyanfar-. Lo quiero limpio, naturalmente. Dadle agua y comida y curadle, pero que esté bien encerrado. Id preparando alguna explicación de cómo logró darse de bruces conmigo en la rampa y si alguien habla de esto fuera de la nave, aunque sólo sea una palabra, me encargaré de vender la a los kif.
-Capitana... -murmuraron, agachando las orejas en deferencia. Eran sus primas en segundo y tercer grado: dos parejas de hermanas, una grande y una pequeña, y las cuatro estaban igualmente apenadas.
-¡Fuera! -les dijo. Cogieron al intruso por el cinturón que le ataba los brazos y se dispusieron a llevárselo a rastras-. ¡Con cuidado! -siseó Pyanfar, y su transporte fue algo menos brusco-. Y tú... -le dijo después Pyanfar a Hilfy, la hija de su hermana, mientras que ésta agachaba las orejas y apartaba el rostro de corta melena en el que ya empezaba a despuntar la barba de una adolescente, con cierta expresión de mártir-. Si desobedeces otra orden mía te enviaré de vuelta a casa con la melena afeitada. ¿Me has entendido?
Hilfy le hizo una reverencia con el debido aire de contrición.

El Orgullo de Chanur, C.J.Cherryh

EXTINCIÓN INMINENTE

Desde niño mostró una especial sensibilidad por los seres delicados y dignos que poblaban los relatos ilustrados de su solitaria infancia. Unicornios, sirenas, dragones y centauros suplieron el bullicio propio de las familias numerosas y fueron una inmejorable compañía para el único hijo de la familia Costa-Formiga.

Más tarde se interesó por los dinosaurios y conoció a los habitantes de las más remotas mitologías. Fue creciendo mientras su biblioteca se expandía como una ameba que extiende sus seudópodos, y él se dejó fagocitar, encantado por las historias sobre otros universos que le envolvían y ocupaban todos los rincones de su alma. Es comprensible, pues, que sus parientes se sorprendieran cuando se enteraron que quería ingresar en la Facultad de Biología. Al principio lo tomaron como otra de sus muchas excentricidades, pero tras recapacitar unos segundos concluyeron que, una vez agotado el tema de los seres fantásticos, no estaba de más que dejase entrar en su cabeza un poco de realidad. Inmediatamente siguieron con sus ocupaciones.

Se especializó en zoología, y se dedicó con pasión a la desagradecida tarea de catalogar y recuperar insólitas especies de ranas, tortugas, tritones, insectos y simios abocados a una inminente extinción.

Compaginó, durante casi cincuenta años, la alta investigación en dinámica de ecosistemas con la divulgación pragmática (y en ocasiones oportunista) de los efectos devastadores de tanta desaparición. Aunque con su empeño logró prolongar unos años la presencia en la tierra de algunos de los animales, la larga lista prendida en la pared de su despacho iba disminuyendo, y muchas de las especies a las que trató de salvar desaparecieron definitivamente a lo largo de su dilatada y prestigiosa carrera. Cada vez que había una baja en la lista, el doctor Costa-Formiga colgaba una fotografía del animal extinguido en una vitrina en la que, a modo de mausoleo, posaban los animales que no pudieron ser.

No había día en el que no se avergonzara de pertenecer a una especie tan depredadora y codiciosa como la suya. Cada fotografía que accedía a la vitrina era una inyección de adrenalina que impulsaba al doctor a investigar más a fondo los factores de estrés en los sistemas naturales, a escribir más artículos, a participar en más foros internacionales y a viajar allá donde su presencia fuera requerida. La rabia actuó como el acicate más potente contra cualquier atisbo de pereza y le convirtió —sin él quererlo— en la mayor eminencia del mundo sobre animales en peligro de extinción. Solamente en su vejez —cuando la vitrina ya tenía demasiadas capas de fotografías y apenas recordaba el aspecto de los primeros animales que colocó— esa rabia dio paso a una creciente melancolía.

La Academia de las Ciencias quiso concederle, cuando ya era un anciano y él mismo podía ser considerado un ser en peligro de desaparición, el máximo galardón en reconocimiento a una vida dedicada a la ciencia y a la conservación de la biodiversidad del planeta.

Lo podemos ver, frágil y hermoso como una pieza de porcelana, acercándose con paso lento al estrado para leer el discurso de agradecimiento. La palidez de su piel casi transparente contrasta con el terciopelo azulado de su frac.

El anciano se detiene ante el micrófono y, sin prisas, observa a la audiencia. No puede evitar una sonrisa al pensar en un gran arrecife repleto de focas monje. Los miembros de la Academia, los científicos y las demás autoridades también sonríen, ayudándole a visualizar la imagen al enseñar levemente los colmillos.

Tras un suave carraspeo comienza a leer el discurso, con mano temblorosa pero voz firme. Un discurso corto pero ancho, tan ancho que caben todos.

Tras dar las gracias por el premio empiezan a desfilar por entre sus palabras una larga procesión de seres que ya no existen. Nombra, como si fuera un segundo Noé tratando de llenar su arca, a los animales que querría llevarse con él. Los llama por su nombre y ellos, sumisos, entran en la sala y la recorren.

En primer lugar un recuerdo emocionado y en clave de vergonzosa disculpa para algunos de los últimos expulsados: el delfín de río chino y el coqui dorado.

A continuación, un réquiem en memoria de los ya casi legendarios bisontes, dodos y tigres de Tasmania. También menciona en voz baja —para evitar que se acerquen y desbaraten la comida de gala— a dinosaurios y mamuts.

Por último —y con la libertad que otorga el no tener ya nada más que perder— un gutural y lacerante reclamo sale de su garganta.

Se oye un extraño rumor de pasos y batir de alas que crece desde el suelo. Una legión de sirenas, faunos, dragones y arpías se deslizan por entre los comensales para acudir gozosos a su llamada y rodearle. Un minotauro y un Yeti clausuran el desfile.

Para cerrar el discurso ninguna mención a la universidad, a los políticos ni a los investigadores que le escuchan con los colmillos ahora escondidos y los ojos muy abiertos. Solamente una caricia en el hocico del unicornio que se ha sentado a su izquierda.

EXTINCIÓN INMINENTE - Paz Monserrat Revillo

Fragmento - ESA HORRIBLE FORTALEZA

Así, Frost, cuya existencia negaba Frost, vio su cuerpo entrar en la antecámara y detenerse súbitamente ante la vista del cadáver desnudo y sangriento. La reacción química llamada shock se produjo. Frost se inclinó, dio vuelta al cuerpo y reconoció a Straik. Un momento después, sus relucientes lentes y su barbita en punta se asomaban a la cámara de la Cabeza. Apenas se dio cuenta de que Wither y Filostrato yacían allí, muertos. Su atención fue atraída por algo más serio. La repisa donde debía estar la cabeza estaba vacía; el anillo de metal, retorcido; los tubos de goma, arrancados y rotos.
Entonces vio una cabeza en el suelo, y se inclinó para examinarla. Era la de Filostrato. De la cabeza de Alcasan no encontró rastro, salvo un montón de huesos rotos al lado de donde estaba la de Filostrato.
Siempre sin preguntarse qué haría, ni por qué, Frost se dirigió al garaje. El lugar estaba vacío y silencioso; la tierra se hallaba cubierta de una espesa capa de nieve. Volvió a subir con todos los bidones de bencina que pudo transportar. Amontonó todas las materias inflamables que se le ocurrieron en la Habitación Objetiva. Entonces se encerró en ella y cerró la puerta exterior de la antesala. La fuerza que le ordenaba estas acciones le mandó entonces meter la llave en el tubo acústico que comunicaba con el corredor.
Cuando la hubo empujado hasta donde llegaban sus dedos, cogió un lápiz y la metió todavía más adentro. Oyó el sonido metálico de la llave que caía sobre los ladrillos del corredor. La fatigosa ilusión, su conciencia, gritaban en son de protesta; su cuerpo, aunque hubiese querido, no tenía la facultad de escuchar estas protestas. Como la figura ornamental que había decidido ser, su cuerpo rígido, ahora terriblemente frío, volvió a la Habitación Objetiva, vertió los bidones de bencina y arrojó un fósforo encendido al montón. Hasta entonces no pudo sospechar que la muerte misma podía, después de todo, no curarle la ilusión de ser un alma, como podía no probar tampoco la entrada en un mundo donde esta ilusión se encoleriza, infinita e incontrolada. Se le ofrecía una escapada para su alma, si no para su cuerpo. Era capaz de ver (y simultáneamente se negaba a reconocerlo) que se había equivocado desde el principio, que existían las almas y la responsabilidad personal. Lo veía a medias, pero odiaba por entero. La tortura física de morir abrasado no era quizá mayor que el odio que sentía por ello. Con un supremo esfuerzo, se refugió en esta ilusión. Y en aquella actitud se apoderó de él la eternidad de la misma forma que la salida del sol de los viejos cuentos se apodera de los gnomos para transformarlos en inmutables piedras.

ESA HORRIBLE FORTALEZA, C. S. Lewis

Fragmento - EL VALLE DE LAS ARAÑAS

El jefe pudo verle cubierto de grandes arañas y a otras muchas sobre el suelo. Mientras se esforzaba por obligar a su caballo a que se acercase a aquel objeto gris que gesticulaba y daba alaridos, y que luchaba por levantarse y volvía a caer, le llegó el resonar de unos cascos, y el hombrecillo en acto de incorporarse, sin espada, balanceándose sobre su vientre atravesado en el caballo blanco y agarrándose a sus crines, pasó como un torbellino. Y de nuevo un hilo pegajoso de telaraña gris cruzaba la cara del jefe y le rodeaba por completo, y por encima de él aquella telaraña que avanzaba  sin ruido parecía cercarle y envolverle cada vez más...
Hasta el día de su muerte nunca supo a ciencia cierta lo que había ocurrido en aquel momento. ¿Había sido él el que había desviado al caballo o había sido el animal el que por propio impulso había salido realmente de estampida detrás de su compañero? Baste
decir que un segundo después estaba galopando valle abajo mientras blandía furiosamente la espada por encima de su cabeza. Y a su alrededor, sobre la brisa que se avivaba, las aeronaves de las arañas, sus envoltorios aéreos y sus sábanas aéreas le parecía que se precipitaban en una persecución consciente.
Estruendo y mas estruendo, ruidos sordos y más ruidos sordos... el hombre de la brida de plata cabalgaba sin cuidarse de la dirección, con la cara desencajada por el tenor mirando ora a la derecha ora a la izquierda, y el brazo de la espada pronto a dar tajos. A pocos cientos de yardas delante de él, con un acompañamiento de arañas desgarradas que se arrastraban tras él, cabalgaba el hombrecillo en el caballo blanco, silencioso pero mal montado en la silla. Las cañas se doblaban delante de ellos, el viento soplaba fresco y fuerte, a su espalda el jefe podía ver las telarañas precipitándose para alcanzarlo...
Iba tan atento a escapar de las telas de arañas que sólo cuando su caballo se tensó
para dar un salto se dio cuenta de la barranca que tenía delante. Y sólo se dio cuenta
para equivocarse y chocar. Iba inclinado sobre el cuello de su caballo y se incorporó y
echó para atrás demasiado tarde.
Pero si en su excitación había dado mal el salto, en modo alguno había olvidado cómo caer. Y de nuevo volvió a comportarse como un jinete en el aire. Salió ileso, con una simple magulladura en el hombro, y su caballo rodó, agitando espasmódicamente las patas para quedarse después quieto. Pero la espada del jefe clavó su punta en el duro suelo rompiéndose limpiamente, como si la fortuna le rechazase desde ese momento como su caballero, y la extremidad astillada pasó rozándole a una pulgada del rostro. En un momento se puso de pie examinando sin aliento las telarañas que se apelotonaban para volver a la carga. Por un momento se le ocurrió echarse a correr; pero pensó en la
barranca y se echó atrás. Corrió primero hacia un lado para escapar a un terror que le embargaba y después se deslizó rápidamente por las pendientes abruptas protegiéndose del ventarrón.
Allí, resguardado por las escarpadas vertientes del torrente seco podría agacharse y observar a salvo el paso incesante de aquellas extrañas masas grises hasta que el viento se calmase, y así le sería posible escapar. Allí, pues, se acurrucó durante un largo rato, observando las extrañas masas grises desgarradas que arrastraban sus flecos por la estrecha franja de cielo.
Una araña descarnada cayó de improviso en la barranca, junto a él: de pata a pata medía más de un pie* y su cuerpo era como media mano de un hombre; después de haber observado atentamente durante unos momentos el monstruoso ardor con que buscaba escapar y cómo intentaba morder su rota espada, levantó su bota de tacones de hierro y la aplastó contra aquella masa blanda. Mientras lo hacía lanzó un juramento y durante un rato miró en derredor por si había alguna otra.

EL VALLE DE LAS ARAÑAS, Herbert G. Wells

*Un pie equivale a 30 cm más o menos.