La película mostra: LOS PRIMEROS HOMBRES EN LA LUNA

Sentí un ligero estremecimiento, un golpecito seco como si destaparan una botella de champaña en una habitación contigua, y un ruido débil, una especie de zumbido. Por un instante experimenté la sensación de una tensión enorme, una intuitiva convicción de que mis pies apretaban el suelo con una fuerza de inconmensurables toneladas.
Aquello duró un tiempo infinitesimal, pero bastó para impulsarme a la acción.
-¡Cavor!- grité en la obscuridad - Mis nervios se rompen... Creo
que no...
Me detuve: él no contestó.
-¡Váyase usted al diablo! – gritó - ¡Soy un mentecato! ¡Qué tengo
que hacer aquí! No voy, Cavor: la cosa es demasiado arriesgada. Voy a salir de la esfera...
-No puede...- me contestó.
-¿ No puedo? ¡Ya lo veremos!
No me dio respuesta alguna, durante unos diez segundos.
-Ya es demasiado tarde para reñir, Bedford - me dijo después.-
Ese pequeño sacudimiento fue la partida. Ya estamos en viaje, volando con tanta velocidad como una bala, en el abismo del espacio.
-Yo...- dije... Y luego no supe cómo continuar.
Estuve un rato como aturdido: nada tenía que decir. Me hallaba
como si antes no hubiera oído hablar nunca de la idea de marcharnos del mundo. Luego noté un indescriptible cambio en mis sensaciones corporales. Era una impresión de ligereza, de irrealidad. Junto con ello, una rara sensación en la cabeza, casi un efecto apoplético, y un retumbar de los vasos sanguíneos de los oídos. Ninguna de esas sensaciones disminuyó con el transcurso del tiempo, pero al fin llegué a acostumbrarme tanto a ellas, que ya no me causaron la menor molestia.
Oí un crujido, y de una pequeña lámpara empañada brotó la luz.
Vi la cara de Cavor, tan blanca como sabía que estaba la mía.
Nos. miramos uno a otro en silencio. La transparente negrura del vidrio en que estaba apoyado de espaldas, lo hacía aparecer como flotando en el vacío.
-Bueno: nuestra suerte está echada - dije, por último.
-Sí - contestó él,- está echada. ¡ No se mueva usted !- exclamó, al verme iniciar un ademán.- Deje usted sus músculos en completa flojedad...como si estuviera usted en la cama. Estamos en un pequeño universo enteramente nuestro.¡ Mire usted todo eso!

LOS PRIMEROS HOMBRES EN LA LUNA, H. G. WELLS

Dirigida por Nathan Juran en 1964.

La pelìcula mostra: EL NIÑO MARCIANO

Empecé a buscar pruebas.
Comencé a repasar mi diario.
Había estado tomando notas diariamente de los incidentes interesantes, en caso de que alguna vez quisiera escribir un libro sobre nuestras experiencias. Al principio, no podía encontrar nada. La mayoría de los incidentes sobre los que había escrito eran bastante rutinarios. Ni siquiera apto como material para el Reader’s Digest.
Por ejemplo, la semana después de que se instalara, lo había llevado al partido del béisbol en el estadio de los Dodgers. Cuando entramos en el aparcamiento dije:
Bien, chico, desea que haya alguna plaza libre.
Dennis se inclinó hacia delante en su asiento con una expresión intensa en su cara.
Parece abarrotado. Será mejor que desees con fuerza.
Llegué al final de la hilera y giré hacia la siguiente. Había seis lugares vacíos.
Uy. Te has pasado.
Realicé un deseo marciano.
Oh, bien. Bueno, hay cinco personas detrás de nosotros que también necesitan un sitio para aparcar. Ahora, vamos a ver al mejor equipo de béisbol del mundo. ¿Sabes cual es?
—¡Los Dodgers!
—¡Correcto!
Durante la primera parte del partido, Dennis estaba más interesado en obtener un banderín y conseguir un poco de algodón de azúcar, que en lo que estaba ocurriendo abajo en el campo. Pero hacia la quinta entrada se subió en mi regazo y empecé a explicarle en que consistía el juego.
Ves a ese hombre sujetando el bate en la base del bateador. Desea que golpee la pelota fuera del estadio.
—Está bien —dijo Dennis.
¡Cra—a—a—ack! La pelota salió disparada fuera del campo hasta los asientos situados a la derecha del recinto. Alguien en la grada más baja la atrapó y el corredor se paseó fácilmente alrededor de las bases mientras el organista tocó, “Gloria, Gloria, Aleluya”.
—Se te da bien pedir deseos, Dennis. Eso fue increíble. ¿Quieres probar otra vez?
—No.
—Está bien.

David Gerrold 

Dirigida por Menno Meyjes, con John Cusack y Bobby Coleman.

Fragmento

A primera vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros en la Tierra.
Hicimos nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura.
La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco. Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la escalada.
...
Me encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida, burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca como una gigantesca gema facetada.
Probablemente no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego, inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me preocupaba; tenía bastante con haber llegado.


Mi cerebro comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas. ¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario... o alguna otra cosa que en mi lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían edificado en aquel lugar casi inaccesible?
 
EL CENTINELA, Arthur C. Clarke incluido en VINIERON DEL ESPACIO EXTERIOR, Jim Winorski

La pelìcula mostra: El día de los trífidos

Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuese domingo, algo anda muy mal en alguna parte.
Lo sentí tan pronto como desperté. Y sin embargo, cuando se me aclaró un poco la mente, comencé a dudar. Al fin y al cabo, era muy posible que fuese yo el que estaba equivocado, y no algún otro. Seguí esperando, acicateado por la duda. Pero pronto tuve mi primera prueba objetiva: me pareció oír que un reloj distante daba las ocho. Escuché con atención y desconfianza. Pronto otro reloj comenzó a emitir unas notas altas y perentorias. Con gran tranquilidad dio ocho indiscutibles campanadas. Entonces supe que pasaba algo raro.
Sólo por accidente no asistí al fin del mundo; bueno, el mundo que había conocido durante treinta años. A casi todos los sobrevivientes les pasó lo mismo. Está en la naturaleza de las cosas que haya siempre un buen número de enfermos en los hospitales: la ley de los promedios había decidido la semana anterior que yo fuese una de esas personas. Sí eso hubiese ocurrido una semana antes, yo no estaría escribiendo estas líneas; no estaría aquí.
Pero la casualidad no sólo quiso que yo estuviese en el hospital en ese preciso momento, sino también que una venda me cubriese los ojos, y toda la cabeza. Tengo, por tanto, que estar agradecido a quienquiera que sea el que decide la regularidad de esos promedios. Pero aquella mañana yo solo sentía cierto mal humor, preguntándome qué diablos habría ocurrido, pues ya había pasado allí bastante tiempo como para saber que, después de la jefa de enfermeras, lo más sagrado en un hospital era el reloj.

John Wyndham

Dirigida por Steve Sekely en 1962.  Protagoniza por Howard Keel (Bill Masen), Nicole Maurey, Janette Scott y Kieron Moore.  Bill Masen, un biólogo británico, el narrador y protagonista, despierta en un hospital con los ojos cubiertos de vendas debido a sus cuidados médicos. Pero apenas despierta se da cuenta que algo anda muy mal a causa del horrible silencio que reina en el lugar.

El gigante azul

Allí, en una remota esquina del Sistema Solar (a 4.500 millones de kilómetros), se levanta una inmensa masa azulada de 210 grados bajo cero de temperatura media... allí, en una remota esquina, gira un planeta monstruoso y enigmático, que siempre fue una incógnita y que recién fue visitado por un aparato humano, demasiado humano, hace 20 años, por única y última vez. Neptuno, uno de los cuatro grandes malevos del sistema, llega hasta aquí en una evocación nostálgica de aquella visita que le hiciera, en 1989, la sonda Voyager 2.

Y a pesar de todo, del frío, la oscuridad, y esa irremediable lejanía (que lo condena a no ser más que un pálido y diminuto disco, aun para los grandes telescopios), Neptuno se reveló ante los ojos de la Voyager 2 como un planeta fascinante, envuelto por una atmósfera muy violenta y cambiante, con enormes tormentas circulares y ovaladas, y vientos de una furia sin igual en toda la comarca solar. Por si fuera poco, la legendaria nave de la NASA descubrió varios anillos –pálidos, pero anillos al fin– y algunos satélites hasta entonces desconocidos. Y hasta se dio el gusto de visitar Tritón, la “joya” de Neptuno, una súper luna extraordinaria, se la mire por donde se la mire.
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